La parte quizá menos conocida es que un 3 de febrero de ese mismo año, el Parlamento de la Región de Murcia ardió. El Gobierno de Felipe González culminaba una reconversión industrial —impuesta por la Unión Europea— que aceleró la privatización y venta de empresas públicas y trajo consigo varios EREs y cierres. La transformación se cebó especialmente con Cartagena, una ciudad de 175.000 habitantes en la que los astilleros, las fundiciones y las fábricas de fertilizantes empleaban a más de 30.000 trabajadores, que de repente vieron peligrar sus empleos. Como reverso a esa España idílica, el documental El año del descubrimiento, dirigido por Luis López Carrasco y producido por LaCima producciones, nos muestra la realidad obrera de Cartagena, donde se vivieron en 1992 varios meses de negociaciones sindicales que derivaron primero en manifestaciones y después en disturbios.
P: Lo primero, Luis, agradecerte enormemente que hayas accedido a esta entrevista. Es un placer poder contar contigo en un proyecto como el de esta revista que aspira a ser un espacio de debate y reflexión entre la juventud obrera.
Tu documental El año del descubrimiento, ganador de un premio Goya, aborda desde una perspectiva muy interesante fenómenos como la precariedad juvenil, la reconversión industrial o los retos del movimiento obrero. Comenzando la entrevista por el principio: el título ya nos remite directamente a la celebración, en aquel 1992, de los 500 años de la conquista de América. El título parece mostrar que, al igual que en “la conquista”, tras los hechos históricos oficiales, tras los relatos dominantes de los años 90, hay toda una serie de víctimas, de derrotados… y que ahí es donde se va a poner el foco, ¿no es así?
— Me parece una apreciación muy interesante. Uno de los aspectos en los que siempre he insistido, cuando la película se ha proyectado en cines o festivales y el título se ha traducido a otros idiomas, o cuando se han emitido notas de prensa sobre la película, es que la palabra “descubrimiento” debía ir en minúsculas. Habitualmente, cuando se hace referencia a ese concepto tan problemático y en realidad tan obsoleto como “Descubrimiento” de América, se escribe con la D mayúscula, y para mí era importante transmitir que el descubrimiento o los descubrimientos de los que trata esta película son otros. Otras historias que nos remiten a procesos subterráneos que han atravesado específicamente a la sociedad cartagenera pero, en cierta medida, a muchas otras poblaciones trabajadoras. Es verdad que es un título que está abierto a interpretaciones diversas, pues una vez que intentamos adjudicar un significado a la palabra “descubrimiento”, nos queda “el año”. ¿De qué año nos habla el título de la película?
P: Entendemos que la película piensa en la década de 1990 a la vez que en el presente, que traza un puente entre ambas épocas; tanto es así que hay momentos confusos en los que no sabemos en qué periodo nos situamos. Los tiempos históricos se entremezclan y solapan, como las conversaciones en un bar. Como espectadores asistimos a una especie de tiempo detenido, de nuevo como el tiempo que se pasa en el bar. Un tiempo donde una época y otra se amontonan, donde los problemas y las preocupaciones son una herencia o condena. ¿Desde el principio teníais esta voluntad de conectar tiempos históricos en el documental o fue algo que nació en el proceso?
— La idea inicial era conectar dos tiempos históricos (la crisis de los 90 y la crisis posterior a 2008, que se ha cronificado) a través de los relatos orales de la población trabajadora de los barrios periféricos de Cartagena y La Unión. Entender desde las vivencias personales todas las emociones y experiencias que atraviesa alguien que experimenta una crisis. Era importante que esas personas adquirieran cuerpo y voz, pues muchas veces estas historias aparecen en los medios como un fondo informe, como una multitud que protesta, como unas cifras abstractas. Conectar ambas crisis me permitía hablar de cómo estos procesos son cíclicos y como a la vez afectan siempre a las mismas poblaciones: aunque en el caso que nos ocupa nos focalizamos expresamente en la clase trabajadora industrial. ¿Estamos en el 92 o en la actualidad? A veces la respuesta es clara y otras veces no tanto, ese bar parece habitar en ocasiones dos tiempos a la vez. Por un lado, eso indica la idea de que los sucesos del pasado repercuten diariamente en el presente, repercuten en la manera en que pensamos, en los valores que defendemos, en las palabras que usamos para dar sentido a nuestra vida. ¿Hasta qué punto nos afectan sucesos que nadie recuerda? Esa pregunta también está en la génesis del film.
Por otro lado, ese bar parece ubicarse en un limbo desgajado del tiempo lineal, cronológico, como si la cafetería se encontrara en un lugar más allá del tiempo, donde una serie de rostros y de historias se han quedado atrapados y un sistema estructural les impidiera escapar de ese ciclo repetitivo.
P: Como dices, es la propia clase trabajadora, con cuerpo y voz, la que guía y en torno a la cual gravita la historia del film: jóvenes que sufren la precariedad de nuestro tiempo, obreros y sindicalistas que vivieron las huelgas y protestas que tuvieron lugar en Cartagena en el 91 y 92… ¿Cómo fue el proceso de elegir a los participantes?, ¿tenían una relación previa entre ellos?
— El casting tuvo dos fases: una primera en la que José Ibarra (que participa en la película con sus relatos personales y como asesor histórico), que se encontraba preparando su libro Cartagena en llamas, un estudio histórico de la crisis industrial de los 90 en la ciudad, nos permitió a Raúl Liarte, coguionista, y a mí acompañarle en toda la investigación: así conocimos a protagonistas de las luchas sindicales de los 70, 80 y 90.
En un primer momento este proceso formaba parte de la documentación de unos hechos de los que era difícil informarse, luego entendimos que estos protagonistas de los hechos del 92 también debían formar parte del film, pues originalmente la película iba a ser más bien una reconstrucción de época y contábamos con que personas jóvenes hicieran de estos líderes sindicales. Tras hablar con ellos, Raúl y yo entendimos que ellos mismos debían contar su propia historia.
En un proceso posterior hicimos castings abiertos en asociaciones de vecinos para hacer esa radiografía del presente que alimentara la película desde distintos puntos de vista generacionales e ideológicos. Muchas personas eran compañeras de trabajo, vecinas, amigas de la infancia de Raúl. Era un proceso que se fue expandiendo a medida que nos aproximábamos al rodaje. Había quien se conocía de antes, pero en muchas ocasiones las personas que interactúan entre sí se conocieron minutos antes de empezar a grabar, en el mismo rodaje.
P: Ver una producción donde la clase obrera es la protagonista, y protagonista sincera, sin maniqueísmos, no es lo más habitual. De hecho, es curioso ver cómo aparecen temas que son tan corrientes pero que tan pocas veces entran dentro de las pantallas: los riesgos y accidentes en el trabajo, la solidaridad y hermandad entre compañeros, la represión y vigilancia patronal cotidiana, etc. Decía Marcelino Camacho aquello de que “La democracia termina en la puerta de la fábrica”, ¿le pasa eso también a la mayoría del cine?
— La producción cultural ha estado históricamente en manos de la burguesía y las clases privilegiadas y esto llega a nuestros días. Eso afecta a los textos culturales y ocasiona que se prioricen relatos protagonizados por una clase media que se intenta elevar a “estándar” representativo de toda la sociedad. Esto produce también una preponderancia de estilos, de géneros, de discursos que tienden a una cierta homogenización desvinculada de las experiencias específicas de otras poblaciones, en ocasiones mayoritarias, que se desvanecen del imaginario colectivo. También esto afecta a obras de “carácter comprometido”, lo que se conoce como “cine social”. Al estar concebidas mayoritariamente por creadores y creadoras de clase media, la mirada puede resultar condescendiente o paternalista. No siempre ocurre y evidentemente no quiere decir que solo podamos elaborar relatos sobre nuestra propia clase o grupo social, pero son peligros que acechaban y que a mí, como hijo de médicos criado en Murcia capital, me preocupaban. Es un asunto de cierta complejidad, que admite muchos matices.
Un caso contrario lo podemos encontrar en el cine de los años setenta, donde la militancia comunista de muchos autores y autoras produjo un cine de gran amplitud temática y heterogeneidad. Obras que dan cuenta de una sociedad en lucha, en conflicto. El cine de Eloy de la Iglesia, Cecilia Bartolomé, Joaquín Jordà, Helena Lumbreras o Pere Portabella es paradigmático de otro tipo de relación entre el cine y la sociedad de su tiempo. Eso sí, vuelvo a citar a autores pertenecientes a clases privilegiadas.
P: En este caso, sin embargo, todo está dispuesto para contar lo que ocurre al interior del mundo del trabajo, de sus luchas, victorias y fracasos. Forma y contenido dialogan o se contradicen continuamente en esa fusión de tiempos históricos ya referida. La pantalla partida, la combinación con imágenes de archivo, la música elegida o el formato de video Hi8: ¿fueron todos elementos previamente acordados o fueron “mostrándose” en el proceso?
— La idea de grabar con formatos de vídeo de los 90, de trabajar el arte, el vestuario y la peluquería para que pudiera pertenecer a ambos tiempos, de emplear música de época y que se introdujera al archivo de radio y de televisión de la época estaba marcado desde el inicio. La doble pantalla fue una decisión de montaje. Sergio Jiménez y yo nos dimos cuenta, al sincronizar el material grabado con dos cámaras, de que la doble pantalla favorecía la idea de inmersión en un espacio vivo.
P: Por aterrizar la entrevista en el caso concreto de Cartagena, la lucha obrera al final consiguió que no se cerrara Bazán (actual Navantia), pero muchas empresas como las pesticidas se cerraron incumpliendo los acuerdos y ni siquiera se reconvirtieron como se prometió. Hoy en día, los barrios de Santa Lucía y los Mateos son junto a Lo Campano los principales focos de venta de droga de la región de Murcia. Además, Cartagena es una ciudad que pierde juventud y la inmensa mayoría de salidas laborales son completamente precarias. Esta es la herencia de aquel proceso de reconversión, pero parece que la película también nos muestra que, sin embargo, la capacidad de respuesta obrera que había entonces no se ha heredado tan claramente.
— Hay que ser cuidadosos con cómo observamos desde el presente a esos barrios periféricos como un sitio de emergencia política obrera en los años setenta y ochenta. Josefina Pérez, militante del PCE, pionera feminista y ecologista, nos hablaba de las condiciones de absoluta carencia que tenían esos barrios. Ella, como participante de las JOC, había ido de joven a organizar guarderías que dependían de la parroquia, a ayudar a las mujeres a salir de la pobreza, a intentar resolver situaciones de pura subsistencia. Nos contaba que las primeras pancartas de los movimientos vecinales pedían “agua y luz todo el día”. Ni siquiera había suministros, por supuesto no había escuelas. No sé cuándo empezó la venta de droga en esas zonas, pero en los setenta las condiciones laborales en la industria eran difíciles, la gente trabajaba en esas fábricas por la mañana y luego en otros empleos por la tarde, no existía prevención de riesgos laborales o seguros sociales, las pensiones y las bajas por desempleo eran bajísimas o inexistentes.
A su vez, trabajar en una fábrica era una garantía y aun así había niveles salariales y condiciones dependiendo de la compañía y el sector. Que los 90 fueran terroríficos para esos barrios no implica necesariamente que en los 70 esos barrios no fueran sitios con problemáticas durísimas. Es a partir del Estatuto de los trabajadores y los sucesivos convenios sectoriales cuando el sueldo se eleva. Es cierto que había una cultura política que se puede haber desvanecido, pero no pensemos necesariamente que la politización de la clase obrera estaba generalizada. Lo que sí había, como nos contaba Josefina Pérez, era un “cauce de militancia”, a través de las organizaciones de cristianismo de base, la JOC y la HOAC, había maneras de formar parte de movimientos colectivos, en compromiso con tu barrio o tu comunidad. Una cosa de la que me doy cuenta entrevistando a Josefina Pérez, Tano Jaime Moltó, Juan Andreu, es que todo está conectado, hay una genealogía de la disidencia que incluye republicanos represaliados, cuyos hijos son militantes antifranquistas, cuyos nietos son líderes sindicales en democracia y cuyos bisnietos forman parte del movimiento de insumisión al servicio militar. Esas personas siguen movilizadas, no han dejado de contribuir al bien de su comunidad a través del ecologismo, la PAH o las asociaciones de memoria histórica.
P: Este año, precisamente, nos dejó Juan Andreu Poveda, sindicalista y protagonista en las movilizaciones de la reconversión industrial del 92. Pensando en la escena final del documental, con ese sueño de impotencia de uno de los participantes cuando intenta golpear y, aun sabiendo que tiene la fuerza para hacerlo, no consigue asestar los golpes al adversario; hay quien puede pensar que ese retrato de cierta desactivación del orgullo de clase del documental genera un mensaje pesimista. Aunque también se puede sacar la lectura de que el orgullo se reactiva precisamente a través de la imagen de los antecesores explotados. ¿Qué piensa su director?
— Me he encontrado con recepciones de ambos tipos, muchas veces vinculadas a una u otra generación. Para espectadores de más de cincuenta años, con vínculos con los movimientos sociales o el sindicalismo, la película es demasiado demoledora y priorizan sobre todo los discursos de “los buenos sindicalistas de antes”, como si ahora eso estuviera desaparecido. Para públicos más jóvenes la película se lee más bien como una invitación a la importancia de sindicarse y organizarse para proteger derechos que están siendo atacados. El mensaje final es duro, pero he percibido que moviliza a las personas.
He leído que a la película por ejemplo se la acusa de no incluir en su fragmento final experiencias positivas recientes, alentadoras, como el movimiento de “las kellys” o las diversas mareas sectoriales. Hay una cuestión que me parece importante recalcar: nosotros motivamos temas de conversación en los participantes del film, pero no escribimos ninguna línea de diálogo. Como documental, trabajamos en montaje con lo que teníamos, con lo que habían expresado las personas, intentando no tergiversar ni manipular los discursos y los sentimientos. Si la sensación generalizada que nos encontramos es de desolación y confusión, yo puedo poner al final de la película una cartela en la que indique que, a pesar de todo lo que hemos recogido a través de las voces del film, ha habido victorias sociales, pero me parece un brindis al sol, un falso final positivo para introducir un poco de alivio. Quizá ese alivio incite a la movilización o, quién sabe, sea más paralizador, ¿no? Te permite respirar tranquilo y volverte a tu casa y dormir esa noche.
Y con todo, a mí me parece que en la película aparecen discursos de compromiso, de lucha, de resistencia, y proceden a veces de las voces quizá menos evidentes. ¿Sabemos escuchar esas voces? El asunto principal del film es que esas voces comprometidas no tienen un lugar donde encontrarse, donde unirse, donde compartir espacio. Los “cauces de militancia” parecen haber desaparecido. La película sería, al menos en un momento inicial, el espacio donde todas esas voces pueden encontrarse.
También debo decir que no esperábamos la xenofobia o la nostalgia franquista que transmiten algunos personajes. Que una semana después de acabar el rodaje (noviembre de 2018) Vox entrara en el parlamento andaluz fue un golpe y fue muy sintomático. Meses más tarde, la ultraderecha es la fuerza más votada en muchas de las comarcas murcianas. No podemos endulzar ni suavizar eso.
P: A largo de tus trabajos, tanto en este metraje como en otros como El futuro, se exploran temáticas sociales e históricas. Un cine militante que lucha por arrojar algo de luz sobre experiencias pasadas y sobre un futuro que se plantea oscuro si no combatimos. ¿Qué puede hacer el cine para ayudar a transformar la sociedad?
— Me gusta pensar el cine como contrainformación, como una manera de proponer otros relatos históricos que nos permitan conectar con otros referentes que nos inspiren. Un aspecto importante para mí era intentar sacudir estereotipos sobre la Región de Murcia. Facilitar una genealogía de la disidencia y mostrar que muchas personas anónimas del sur han luchado durante siglos para mejorar las condiciones de vida de sus iguales. Pesan mucho los estereotipos sobre el sur de España y eso también anula tu imaginación política. El arte debería poder expandir el horizonte de lo posible sin renunciar a dar cuenta de la complejidad del mundo.
Por último, ¿qué mensaje o recomendación lanzarías a la juventud obrera para plantar cara a la precariedad y explotación?
— Sé que puede sonar como una idea muy genérica, pero es esencial agruparse, organizarse, colaborar y pensar de forma colectiva atendiendo a las necesidades de la realidad más cercana. Y es fundamental militar en un sindicato… o fundar uno.
Muchas gracias por la entrevista, Luis.