«La clase obrera posee un factor de triunfo, el número; pero el número no pesa en la balanza más que en tanto que la organización le da unidad y la inteligencia lo dirige hacia un objetivo» (Alocución inaugural, Asociación Internacional de los Trabajadores, 1864)
La clase obrera sigue poseyendo el número como factor de triunfo, ese es imposible de arrebatar, pero «el triunfo» hoy no forma parte de un idioma reconocible: la organización ha sido desarticulada y la inteligencia sepultada. Ya no atruena la razón en marcha, pero sí el redoble de campanas con el que anuncian repetidamente la muerte del comunismo. De las sombras, sin embargo, emergerá de nuevo el fantasma: una vieja frase de nuestra tradición dice que el Partido no puede ser destruido porque para ello es preciso destruir a la clase obrera misma.
Dos líneas paralelas: espontaneidad y conciencia
A lo largo de este número del Juventud! se ha podido comprobar la trágica actualidad de las convulsiones sociales que en otro tiempo alentaron al proletariado a levantarse enérgicamente contra sus explotadores. Se han analizado los fundamentos de la explotación asalariada, los contornos y características que definen su actualización contemporánea y también las formas de respuesta desde el ámbito sindical que la clase obrera de España opuso históricamente a la violencia de la burguesía. A lo largo de todos estos artículos, cuando se ha entrado en el terreno de lo propositivo, se ha incidido en la necesidad de saltar por encima de lo económico-inmediato, de pasar a un plano de lucha político-revolucionario ¿pero qué significa exactamente eso?
La respuesta a esa pregunta es tan compleja como pertinente. En este artículo trataremos de hacer una aproximación poniendo el foco en lo que entendemos son los elementos decisivos, centrales, para invocar al fantasma. Quedemos, inicialmente, en aquello del mantenimiento actualizado de las formas de explotación del capital, lo que implica que siguen vivas las condiciones objetivas para la revolución. Pero ese mantenimiento significa solo posibilidad, sigue viva la posibilidad de la revolución porque siguen vivos los elementos que la exigen y justifican, la transformación de la posibilidad en realidad no es, sin embargo, consecuencia automática del devenir social, sino consecuencia de la actividad consciente. Ese es el núcleo fundamental de la obra de V. I. Lenin el ¿Qué hacer?, libro esencial en tanto que representa «la primera refutación de principio del oportunismo».
Lo anterior puede sintetizarse en la clara y elocuente frase del propio Lenin: «la revolución no se hace, sino que se organiza», ¿pero quién la organiza? Las condiciones de posibilidad para la revolución lo son, consecuentemente, también para que surja la idea y fundamentación científica de la revolución. Decía Marx que ninguna sociedad se plantea tareas para cuya solución no existan ya las condiciones necesarias y suficientes o no estén, al menos, en vías de aparición y desarrollo, es decir: existe una reciprocidad entre estructura y superestructura. La fundamentación científica que Marx y Engels realizaron de los iniciales, sectarios y utópicos movimientos e idearos colectivistas, comunistas y socialistas que emergían en el s. XIX enraíza y se hace factible por el desarrollo de la actividad social, por el desarrollo de las fuerzas productivas hasta un punto que permite la satisfacción de todas las necesidades humanas y su gestión colectiva y planificada, así como por el nacimiento de la clase revolucionaria llamada a hacer esto realizable: el proletariado. Pero, también, por el desarrollo del conocimiento científico humano. El comunismo, como doctrina, es consecuencia del estudio, desarrollo y superación de las corrientes filosóficas y del pensamiento mediante las cuales, al calor del desarrollo social, la humanidad se interrogaba a sí misma. Su constitución como «cosmovisión» es resultado del estudio científico de la evolución de las sociedades humanas y, en concreto, de la sociedad capitalista.
Esto es lo que llevará a Kautsky, y a Lenin con él, a decir aquello de que la lucha de clases y el comunismo como doctrina, aunque comparten un mismo suelo histórico-social, surgen «paralelamente» y «no se derivan la una de la otra» (¿Qué hacer?, V. I. Lenin, 1902), en tanto que para la segunda es necesaria la mediación del estudio y la respuesta científica de las preguntas planteadas por el propio desarrollo social. La particularidad de las relaciones de producción capitalistas impide que el comunismo se derive y extienda de la interacción inmediata, como clase obrera, con la sociedad capitalista. Si esto fuera así, felizmente podríamos ahorrarnos tanta reflexión, elaboración y acción política, pues la sola maduración de las condiciones objetivas iluminaría a la clase y nos llevaría indefectiblemente al socialismo-comunismo. Es por ello que a renglón seguido los autores ya mencionados utilizan la conocida expresión de que el comunismo es introducido en el movimiento obrero «desde fuera», esto es, desde el partido político en tanto que inteligencia concentrada de la clase, expresión organizada del pensamiento independiente, unitario y científico del proletariado.
La lucha de clases tampoco se deriva de la previa introducción del comunismo científico entre las masas, sino de la posición del proletariado en el seno de la sociedad capitalista, por tanto, es endógena al modo de producción. Esta posición provoca que en su socialización se generan múltiples y constantes formas de violencia. Para el proletariado, liberarse de las cadenas que le oprimen exige de la superación del capital en tanto que relación social de producción perteneciente a determinada formación histórico-social que presupone, como hemos visto en un artículo anterior, la apropiación por parte de la burguesía de una parte de su trabajo. Por ello el proletariado es la clase objetivamente revolucionaria, porque no puede liberarse sin destruir el germen y la génesis de toda determinación y opresión contemporánea.
El movimiento obrero, sin embargo, no está en condición de elaborar espontáneamente más que idearios y formas de oposición a las violencias desde los propios marcos burgueses de pensamiento, esto es, desde los propios márgenes del capital. Son formas instintivas mediante las cuales la clase se piensa aún como parte de dicha relación social que es el capital, desde la inmediatez de la posición en la división social del trabajo y a través de la comprensión fetichizada que exige y reproduce el capital, es decir, formas de pensamiento subordinadas a la hegemonía burguesa. Debe comprenderse que esta respuesta alienada no es fruto, exclusivamente, de una habilidad de convencimiento y persuasión de aparatos de reproducción ideológica del capitalismo (aunque estos juegan un papel esencial en su sistematización y apuntalamiento, o incluso en su moldeamiento de acuerdo a intereses de determinadas capas o clases sociales, necesidades coyunturales o tendencias particulares), sino que son formas de pensamiento que se manifiestan y demandan las propias relaciones de producción del capitalismo, es decir, que están inscritas y son inseparables de las mismas y que, por ende, se autorreproducen constantemente. Podemos decir, por tanto, que el movimiento obrero solo genera automáticamente una lucha por limitar o paliar la explotación y opresión sin poner en cuestión su existencia.
Tenemos así la respuesta a la pregunta anterior, la revolución la organiza el partido político, pero solo puede ser obra de la clase objetivamente revolucionaria, esto es, solo puede ser obra de los obreros mismos. Están establecidas las dos líneas paralelas, veamos ahora cómo están llamadas a confluir y fundirse en una sola.
La fundamentación filosófica del oportunismo y la teoría del partido de nuevo tipo
De lo anterior resultan tres cuestiones de importancia cardinal para la comprensión del papel de los comunistas entre las masas. La primera, que si las formas fundamentales de dominación ideológica de la burguesía provienen del devenir de las propias relaciones sociales de producción, no se podrá acabar de una vez por todas con ellas hasta que no se elimine toda producción mercantil y diferencia de clases. La segunda, que será necesaria una presencia constante y permanente de la conciencia corporeizada, es decir, del partido político, en la cotidianidad de dichas relaciones sociales de producción para desvelar las relaciones sociales que se esconden tras las aparentes relaciones entre las cosas, la explotación sobre la que se fundamenta el modo capitalista de producción y su manifestación en múltiples formas de violencia y opresión en todas las esferas de la vida social. La tercera, que si tanto la lucha de clases como el comunismo comparten unas mismas condiciones objetivas de fundación, es esta misma objetividad la condición de posibilidad para que la segunda se convierta en la doctrina que rija la primera, es decir, lo que fundamenta la practicabilidad del comunismo.
A esto último se refería Lenin cuando hablaba del «embrión de conciencia» que representa la espontaneidad. Aunque la espontaneidad implique una respuesta instintiva desde lógicas ajenas, la necesidad de dicha respuesta ya evidencia un conflicto latente, un choque de intereses antagónicos entre las clases principales de la sociedad moderna que, aunque en un primer momento revista una forma solo económico-corporativa, ya contiene en potencia los elementos para su constitución como movimiento revolucionario, es evidencia de la prioridad del ser social en la determinación de la conciencia, aunque sea un ser social contradictorio que exige, por tanto, de una inoculación científica que le dote de coherencia y unidad.
Volvemos entonces al papel del partido político. Ya Marx y Engels manifestaron la importancia del partido político independiente del proletariado. En la segunda generación de socialistas, Kautsky defendió desde una supuesta «ortodoxia» los fundamentos filosóficos de este principio del partido de Marx y Engels, como hemos visto anteriormente, frente al revisionismo Bernsteniano. Sin embargo, no fue capaz de comprender toda la profundidad de dicha concepción y la exigencias de desarrollo que se imponían con la entrada del capitalismo en su fase monopolista. Mientras que Kautsky solo veía diferencias «tácticas» respecto al revisionismo, fue Lenin quien comprendió el papel central y la significación histórica que juega en nuestra época el oportunismo, resumiendo y fundamentando en oposición la praxis del bolchevismo como movimiento genuinamente revolucionario en la época del imperialismo.
Las súper ganancias imperialistas fruto de la centralización y concentración del capital, favorecen la constitución de una capa de obreros «aburguesados»: la «aristocracia obrera», que configura la base económica del oportunismo y que copó las cúpulas de los sindicatos y partidos socialdemócratas junto a los intelectuales y pequeñoburgueses. Nació así el burócrata, el prototipo de secretario de «tradeunión», el lugarteniente de la burguesía en el movimiento obrero. El pensamiento espontáneo encuentra con esta capa un interés materializado y se hace doctrina. Doctrina del culto a la espontaneidad, de la sumisión y limitación de la labor y el programa de los marxistas al pensamiento inmediato y fragmentario, esto es, al movimiento por las reformas, por la mejoría de las condiciones de vida sin cuestionar el conjunto de la explotación, por una mejor venta de la fuerza de trabajo, o lo que es lo mismo: esforzarse celosamente por mantener el marco burgués de actuación del proletariado. El «economicismo» considera que todo lo que va más allá de la espontaneidad subjetiva, todo lo que sea comprensión universal de las leyes y conexiones de la sociedad entera, es «no proletario», un «elemento ajeno». Considera que será el auto devenir de la lucha espontánea obrera lo que generará conciencia revolucionaria y que, por tanto, la labor de los marxistas debe ser exclusivamente limitarse a apoyar o favorecer el desarrollo de dicha lucha espontánea.
La incomprensión de la relación dialéctica entre espontaneidad y conciencia, su separación metafísica, constituye la esencia del oportunismo y de sus diversas manifestaciones políticas y filosóficas. El reverso del oportunismo de derechas es el «oportunismo de izquierdas», solidario con el primero en su incomprensión del nexo dialéctico de la vida social. Estos ilustrados tardíos expresan de manera invertida la misma doctrina enemiga del proletariado: en su subjetivismo subestiman el papel de las masas y de la acción política, no comprenden que para que el comunismo se convierta en movimiento real este debe concretarse en los conflictos y violencias generados por el modo de producción capitalista, aquello que materializa su posibilidad y necesidad. Peinan así a contrapelo la misma superficie que el oportunismo de derechas, se caracterizan por el mismo culto de la espontaneidad, considerando que la mera «exposición» de su «pura» teoría o acción sectaria debería ser suficiente para «despertar» a las masas. El izquierdismo del ilustrado tardío es una forma de oportunismo definida por el radicalismo pequeñoburgués a la que Lenin definió como la «enfermedad infantil» en el comunismo.
La lucha por la introducción de conciencia revolucionaria entre las masas es, por tanto, consustancial a la lucha contra el oportunismo, que aleja al proletariado de sus tareas, que refuerza sus prejuicios y su subordinación a la hegemonía burguesa. Por ello «todo lo que sea rebajar la ideología socialista, todo sea alejarse de ella equivale a fortalecer la ideología burguesa» (¿Qué hacer?, V.I. Lenin, 1902). El oportunismo constituye un arma esencial del dominio de la clase dominante. Permite a esta ampliar y reforzar sus mecanismos de control, burocratizar y alejar a las organizaciones de la vida de las masas, contar con representantes en la cotidianeidad del proletariado. Acabado definitivamente su periodo progresivo, siendo la burguesía una clase enteramente reaccionaria que ha dejado de ser vehículo de progreso social, la caducidad histórica del capitalismo se expresa y refuerza formas fragmentarias de pensamiento, un escepticismo que niega todo entendimiento objetivo, total y universal. Este escepticismo y relativismo, tan característico de nuestros tiempos, es reforzado entre la clase por el oportunismo que glorifica la inmediatez como foro supremo de la realidad. La exaltación identitaria y fragmentaria, la comprensión metafísica, invertida y parcial de los fenómenos y luchas sociales, es reforzada por el oportunismo en tanto que centinelas del pensamiento burgués imperialista entre la clase.
En la época del imperialismo, por tanto, los mecanismo de dominio de la burguesía se extienden y enraízan aún más en la vida social. Los seres humanos, tras siglos de producción mercantil, han naturalizado y convertido en prejuicio sus lógicas que se ven reforzadas por el oportunismo, por múltiples mecanismos de reproducción y sistematización ideológica en el ámbito «público» y «privado» y por una extensión y perfeccionamiento de los mecanismos de represión y control. Esta estructura compleja y solida de dominio le permite resistir y contener las catástrofes del elemento económico, como por ejemplo las crisis, limitando aún más que en otros periodos históricos la longitud, intensidad y rapidez del elemento espontáneo.
Esto exige al proletariado militante el refuerzo del elemento consciente y de sus mecanismos de fusión con el movimiento de masas. La clave de bóveda del partido de nuevo tipo como forma superior de organización del proletariado es, como hemos visto, la correcta comprensión dialéctica de la relación entre espontaneidad y conciencia, o lo que es lo mismo: entre vanguardia y masas. Frente a todo determinismo y gradualismo, frente a toda concepción izquierdista, sectaria y exterior; emerge la teoría del partido de nuevo tipo, que no es un partido político más: es el Partido de Vanguardia, vértice de toda la teoría leninista de la revolución.
Hegemonía y dirección: el tribuno popular
El fundamento subyacente de la correcta comprensión dialéctica lo colocábamos antes: es la conceptualización de la espontaneidad como germen de conciencia. Cuando Lenin decía que había que elevar los movimientos espontáneos a un plano político, lo hacía entendiendo que no existe una «muralla china» entre uno y otro si interviene el Partido, si actúa el tribuno popular. El tribuno popular es el representante y personificación de la política revolucionaria: es aquel capaz de, ante cada expresión y manifestación de violencia y opresión, presentar el mapa general de la explotación capitalista y la propuesta revolucionaria «para explicar la importancia histórica universal de la lucha emancipadora del proletariado». (¿Qué hacer?, V. I. Lenin, 1902). La acción del tribuno del pueblo es la condensación individual o en pequeños grupos de la acción revolucionaria general del Partido Comunista, que unifica lo que de primeras está disperso, la lucha de la clase, y lo dirige al combate contra el capital entendido en su totalidad histórica.
Si este es su fundamento, el tribuno popular está dispuesto a desarrollar su labor en todas las condiciones, legales e ilegales, utilizando todas las herramientas a su disposición y toda plataforma desde la que tomar contacto e influir sobre la clase. El oportunismo de derechas, sin embargo, utiliza su contacto con las masas para reforzar su atraso, para apuntalar su subordinación a la burguesía y a su orden; por ello en épocas de clandestinidad desaparece o neutraliza toda posible acción contestaria. El oportunismo de izquierdas, al no comprender la relación dialéctica, renuncia a usar los periodos de legalidad para amplificar el contacto del elemento consciente con el espontáneo, tiende a separarse de la vida de las organizaciones de masas.
Que el tribuno sea la manifestación de la política partidaria implica que, evidentemente, no actúa solo, aislada y anárquicamente. Actúa de acuerdo a un plan. Un plan que no se establece a cada momento según los vaivenes y fluctuaciones del movimiento espontáneo, como la táctica-proceso del oportunismo de derechas. Pero tampoco un plan plenamente predefinido apriorísticamente que no es capaz de traducir a lenguaje teórico los elementos de la vida histórica para favorecer su elevación y encauzamiento, tal y como hace el oportunismo de izquierdas. La táctica-plan del Partido Comunista sitúa sus intereses estratégicos a largo plazo, sus objetivos generales, y concreta estos objetivos en orientaciones políticas para cada momento, según la correlación de fuerzas y el estado de ánimo de las masas. La táctica-plan sustenta la acción revolucionaria del Partido, evidencia su participación como actor consciente en el proceso histórico que aspira a hacer extensiva esta participación.
Por eso el tribuno popular es mucho más que mera agitación, que una habilidad retórica, que un discurso bien elaborado: es la voluntad del Partido de ser organizador y educador colectivo de la clase en sus espacios de vida y trabajo. La fisonomía orgánica del partido de nuevo tipo responde justamente a este papel de educador, de organizador de la revolución, que personifica el tribuno. El primer oportunismo socialdemócrata, a la vez que abrió sus fronteras a la heterogeneidad y al eclecticismo, hizo de la pasividad, característica de nuestro ya introducido secretario de tradeunión, política de partido. Por su parte, la práctica organizativa de las sectas y grupos izquierdistas, profundamente autorreferencial, retroalimentaba una concepción exterior, hermética y sectaria de éste: el partido se organizaba por y para sí. Como superación de los dos anteriores, el partido de nuevo tipo se articula a partir de la necesidad de una relación consciente de esa inteligencia concentrada de la clase sobre el movimiento espontáneo.
El Partido reconoce las potencialidades de la vida social: rechaza la espontaneidad como límite, pero la acepta como manifestación de la vida. La amplitud de sus fronteras, su componente cuantitativo, está subordinado a esa dialéctica revolucionaria: a medida que se alteran las coordenadas ideológicas, que permea en más obreros y obreras el comunismo científico, el partido irá ampliándose y con él, el movimiento revolucionario. Como vemos, no es cuestión de elegir entre «una organización pequeña» o «una organización grande»: la fisonomía orgánica se deriva de la necesidad de mantener un destacamento de vanguardia que a través de su acción, que presupone la centralidad y el monolitismo ideológico y organizativo, introduce la conciencia revolucionaria en las masas.
Hemos hablado de «movimiento revolucionario», que sería la síntesis, el resultado de la interacción de los dos polos que articulan todo nuestro artículo, de los principios comunistas y el movimiento de masas, de la conciencia y la espontaneidad. La manifestación de esta síntesis que es el movimiento revolucionario se objetiva en formas de organización y poder, estructuradas en los espacios de socialización de las masas. En el proceso de desarrollo del plan del partido este va acumulando fuerzas, esta acumulación de fuerzas es expresión de un proceso paulatino de objetivación de la subjetividad elevada, de preparación de las condiciones organizativas e ideológicas para la revolución.
Lo que aquí se plantea, entre otras cosas, es la universalidad de aquello que supieron ver Lenin y los bolcheviques en los sóviets: los órganos de autogobierno obrero como institución potencial de un Estado socialista. Con el Partido en el vértice, se trata de desarrollar estas instituciones —de constituirlas en una época de descomposición política y organizativa de la clase— y relacionarlas en un sistema vasto y ágilmente articulado que encuadre y unifique a la clase. Frente a las formas individualizadas de participación liberal, mediadas por la idea de representación, de cesión de soberanía y pasividad del sujeto, el sóviet, las comisiones de fábrica, sea cual sea su nombre, aspiran a ser, comunismo mediante, espacios cuya potencialidad se comprende y aprende al calor del ejercicio de la democracia obrera, del genuino ejercicio de poder de la clase articulado allí de dónde provienen las relaciones de dominación: la fábrica, el centro de trabajo.
Por eso, pensar junto a Lenin que limitarse a las reivindicaciones económicas es someterse a las lógicas de la espontaneidad, y que estas no tienen por qué ser siempre las reivindicaciones resorte entre las masas, no debería nunca entenderse desde las filas revolucionarias (como lo hacen aquellos que, aún sin quererlo ver, dudan de la capacidad del proletariado y sólo ven en él un instrumento de la revolución más que su protagonista consciente) como una impugnación del carácter estratégico de la organización comunista y proletaria en el lugar de trabajo. Colocando el seno de la producción, allí donde más claramente se expresa la contradicción entre capital y trabajo, como espacio fundamental para la organización celular del Partido, éste prioriza conscientemente su estructuración en el lugar de conformación objetiva de la clase, porque conoce y planifica activamente garantizar que, efectivamente, ésta conforma su base social y que tiene un papel dirigente en el proceso revolucionario.
Asegurar la prioritaria estructuración del Partido y su entorno en la producción, esa presencia constante antes descrita para desvelar los fundamentos de la explotación, tiene que ver también con la idea de dirección o hegemonía proletaria sobre el resto de capas como elemento decisivo para el triunfo de la revolución; en un momento en que para ello es necesario desactivar al máximo las formas modernizadas de dominio de la burguesía. Es la idea del asedio, de construcción de ejército político y nuevo poder bajo mando único del proletariado revolucionario en alianza con los sectores populares oprimidos por el capitalismo, la idea de la alianza social. La hegemonía proletaria, por tanto, es resultado y expresión de la labor antes descrita de educación política y organización de la clase, que ha superado los márgenes de la conciencia económico-corporativa y ha comprendido prácticamente el papel universal de su lucha. Es desde esa comprensión que se esfuerza por sumar a otros sectores que, por su posición social, comparten intereses y pueden establecer alianzas, debilitando así el propio dominio del capital y preparando el asalto a la fortaleza de su poder.
La teoría de la hegemonía, fundamentada teóricamente por Lenin en Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática, es la fórmula bolchevique para la revolución, que se confirma prácticamente con la primera experiencia victoriosa del proletariado revolucionario en 1917. Experiencia que, sin embargo, no consiguió extenderse por Europa aún a pesar de la fortaleza y crecimiento de los partidos comunistas al calor de Octubre. Tras el fracaso insurreccional de posguerra, periodo en que se habían formado «varios grandes partidos comunistas que, no obstante, no (…) [poseían] aún la dirección efectiva del grueso de la clase obrera en la lucha revolucionaria real» (Tesis sobre la táctica, III Congreso de la Internacional Comunista, 1921), la conceptualización realizada por Lenin en el citado libro junto con los aprendizajes y universalidades de 1917 y el análisis del imperialismo, se convierten en el fundamento de las Tesis sobre la táctica del III Congreso de la IC. En ellas se formula por primera vez la política del Frente Único: la conquista paciente y progresiva de los comunista de la mayoría de la clase obrera en alianza social con las otras capas populares bajo dirección (hegemonía) del proletariado.
Hoy, que el capitalismo contemporáneo muestra cada vez más señales de agonía histórica, que revela el carácter insanable de sus contradicciones, sus mecanismos de dominio, decíamos, enraízan con mayor complejidad en la vida social: el Estado burgués aguanta más poderosamente porque ha desarrollado reservas políticas y organizativas que le permiten resistir mucho más y mucho mejor. Esta paradoja exige la superación de la agitación en dirección efectiva del Partido sobre la clase; porque la agitación en el capitalismo monopolista no puede, por sí sola, construir estallido revolucionario. Se necesita una inaudita concentración de hegemonía revolucionaria, un poder obrero fuertemente articulado y unificado en torno al Partido de la revolución.
Esto nos obliga, aquí y ahora, en los días en que la organización ha sido desarticulada y la inteligencia sepultada, no solo a recuperar y realizar los fundamentos de la intervención comunista entre las masas, sino a retomar el camino iniciado por los «campeones del proletariado» del periodo de la Gran Revolución Socialista de Octubre y continuar desarrollando y perfeccionando su aplicación a la realidad contemporánea hasta oponer un ejército a su ejército, hasta trazar una línea que divida a las dos clases en liza con sus respectivas trincheras, destacamentos, frentes y retaguardias. Esas son las recetas para invocar de nuevo al fantasma, para que el Partido que no puede ser destruido se levante definitivamente y envíe y haga sentir en cada lugar y momento a sus tribunos populares, para que atruene de nuevo la razón en marcha.