Publicamos este número 4 del Juventud! a pocos días del 8 de marzo. Impulsado por Clara Zetkin en la II conferencia internacional de Mujeres Socialistas, el Día Internacional de la Mujer Trabajadora siempre ha sido una fecha señalada en el calendario para los y las comunistas desde hace más de 100 años. El carácter masivo de las movilizaciones en torno a esta fecha en los últimos años ha marcado a una generación de mujeres jóvenes que nos politizamos al calor de las grandes protestas. Hoy, sin embargo, el tiempo ha hecho su trabajo y ha sacado a relucir que los millares de mujeres que salimos a la calle lo hicimos capitaneadas por dirigentes que no podían realizar nuestras aspiraciones. Por un lado, el movimiento feminista se fragmentó como producto de sus propias limitaciones políticas, ideológicas y organizativas; por otro, la reacción encontró en la lucha inmediata de las mujeres, el feminismo, un enemigo al que abatir y al que ataca de manera virulenta a través de todos los medios posibles, echándole gasolina al monstruo del machismo que amenaza cada día la vida de miles de compañeras.
Durante el ciclo de luchas iniciado en 2008 –en cuyo ocaso las reivindicaciones feministas inundaron las calles a las puertas de la moción de censura a M. Rajoy, ya con una nueva socialdemocracia armada y tocando con los dedos el Gobierno– fueron precisamente la aristocracia obrera y la pequeña burguesía quienes dirigieron la lucha de miles y millones de mujeres que estaban —estábamos– hartas. El «ni una menos» que encabezó aquellas luchas, fue tomado en sus manos por las representantes políticas de estas capas sociales que rápidamente se olvidaron de la mayoría de nosotras, las obreras y sus hijas, si bien no siempre de palabra, totalmente en acto. Y aquí seguimos, tras una legislatura en que el 86 % de las demandas de excedencia del trabajo fueron solicitadas por mujeres, con 55 asesinadas por violencia machista solo en 2023 y con una brecha salarial de entorno 5000 € al año que revela que las mujeres asumen estructuralmente los trabajos peor pagados y con mayor temporalidad.
El fracaso del feminismo institucional, de la canalización parlamentaria de la protesta de masas, de la cesión de la acción política y su encuadramiento en dinámicas de representación y cesión de poder demuestra que el capitalismo es capaz de barrer cualquier proyecto parcial que en ausencia de un horizonte de emancipación, cada vez pliega más y más su programa y descafeína sus reivindicaciones. En el marco de este fracaso, la reacción ha encontrado un suelo social de amplificación de su programa que se sustancia en crecientes riesgos para la integridad y la vida de los sectores más vulnerables de nuestra clase; no solamente para las mujeres, sino también para el conjunto de las personas LGTB o la clase obrera migrante. Un programa reaccionario, que encuentra en la división sexual del trabajo el fundamento para el odio y el enfrentamiento dentro de nuestra clase; y un acicate para contener y obstruir las reivindicaciones de todas aquellas mujeres trabajadoras que luchamos por dejar de ser mercancía desechable y de menor valor (en el trabajo y en la vida) que nuestros compañeros. Porque, y esta es la verdadera razón de su odio, que es de clase, son reivindicaciones y luchas que repercuten en avances y conquistas para el Trabajo en pugna histórica con el Capital.
El movimiento por los derechos de la mujer trabajadora está hoy estancado. La reacción ha cavado una larga trinchera detrás de la cual ha podido defender y reagrupar al machismo de toda la vida. El feminismo institucional, como parte del programa de la socialdemocracia, ha demostrado que sus herramientas para transformar la realidad son insuficientes. Sin embargo, esta situación de estancamiento no debe de leerse como una situación de derrota: durante estos años han sido miles las mujeres trabajadoras que se han organizado militantemente. El aumento de la participación de las trabajadoras en conflictos obreros da buena cuenta de ello: aunque las mujeres representamos solo al 46 % de la fuerza de trabajo total, asciende a un 58 % el porcentaje de mujeres del total de participantes en huelgas en nuestro país. Pero estas luchas, valientes y justas, quedan aisladas, encuadradas y limitadas a su ámbito sectorial, carentes de herramientas políticas, ideológicas y organizativas para elevarse en lucha general, contenidas por la hegemonía e instrumentalización socialdemócrata que les impide señalar ya no solo al propio sistema capitalista sino que también a los responsables políticos y gestores de su violencia.
Las comunistas sabemos que no dejará de haber lucha hasta que no cesen las condiciones que generan la violencia. Pero estamos obligadas, si nos tomamos en serio la revolución, a reflexionar al calor de la práctica sobre las limitaciones del movimiento feminista y las maneras de superar, no solamente la fragmentación y desarticulación de estos años –que es resultado lógico y coherente con los presupuestos políticos e ideológicos de partida–, sino sobre cómo articular efectivamente una lucha general que sea capaz de acabar, definitivamente, con la opresión específica que sufrimos las mujeres.
El estudio minucioso del orden social capitalista nos lleva a comprenderlo como totalidad social, es decir, como un todo orgánico en el que todas sus partes constituyen un entramado de interdependencia mutua fuera del cual no puede haber nada. En ese sentido, si bien la opresión de la mujer es históricamente anterior a la existencia del modo de producción capitalista, con el surgimiento del capitalismo esta opresión asume un nuevo contenido, se integra como parte necesaria de la totalidad social, y queda para siempre como un engranaje suyo que no puede extirparse. La única manera de superar esta opresión no es otra que la superación del capitalismo y la instauración, en su lugar, de un nuevo tipo de totalidad social, el socialismo-comunismo. Esta es la manera en la que las comunistas entendemos la opresión de la mujer, y de aquí debemos de partir a la hora de establecer la solución práctica a esta cuestión. No se trata, por tanto, de hacer una jerarquización de formas de violencia y correspondientes luchas o resistencias, como si entre sí fuesen independientes y solo de manera externa pudiesen interaccionar. Se trata de comprenderlas como expresiones de una misma relación social capitalista y, por tanto, como distintas facetas de una misma lucha general, cuyo objetivo es la superación de todas las opresiones que la formación social capitalista reproduce como propias.
La necesidad de hacer de la lucha por nuestra emancipación en cuanto mujeres una parte integrante de la lucha por nuestra liberación en cuanto clase, no es, por tanto, una consigna abstracta ni pueden entenderse la una separada de la otra. Esta comprensión del conjunto de opresiones que sufrimos bajo el capitalismo nos dota de una mayor capacidad de lucha político-revolucionaria, tal y como podemos constatar al estudiar la evolución histórica del movimiento de la mujer trabajadora desde sus inicios hasta el presente, cuestión a la que se dedican dos de los artículos de cabecera de este número.
Esta comprensión permitió a las comunistas del siglo XIX y XX señalar con extraordinaria profundidad adelantada a su tiempo muchas de las principales desigualdades que sigue atravesando la mujer trabajadora en el siglo XXI. El aún mayor peso de las mujeres en las tareas reproductivas y de cuidados, la mayor tasa de paro, el inferior salario a nivel general o la continuidad del acoso laboral y callejero indican que los problemas de antes siguen siendo los de hoy. Pero si queremos que el comunismo vuelva a ser una propuesta política capaz de convencer y persuadir sobre su capacidad transformadora, este debe ser capaz de analizar las nuevas formas de opresión que sufrimos las mujeres trabajadoras en el capitalismo contemporáneo y articular una práctica consecuente. Hablamos de los efectos de la flexibilidad en el mundo laboral, la pertenencia a una mayoría de trabajos en el sector terciario con condiciones muy precarias o la mercantilización de nuestro cuerpo a través de fenómenos como la gestación subrogada o las clásicas y nuevas formas de pornografía y prostitución. A estos nuevos problemas que enfrenta una gran mayoría, dedicamos también varios artículos en este número.
El análisis de las nuevas problemáticas debe servir como estímulo para la organización de cada vez más mujeres en todos los ámbitos de la vida. Lejos de las lógicas de representación y cesión de poder socialdemócrata, la propuesta comunista del PCTE y de los CJC no es otra que la de la propia organización, de toda la clase obrera, independientemente de su condición de hombre o mujer, su orientación sexual o su procedencia para luchar contra todas las violencias que genera el capitalismo, e integrar dicha lucha en un proceso sostenido de enmienda general y construcción de una nueva forma de sociedad en que el individuo pueda desarrollar su personalidad libremente. Para enriquecer nuestras herramientas en dicho camino recogemos distintas experiencias, entre ellas las de la Juventud Comunista de Turquía (TKG), sobre la organización de la mujer trabajadora. Junto con estos artículos también rendimos homenaje a Lenin en el centenario de su muerte; a su pensamiento, figura y práctica como inspiración para alentar esta organización del proletariado con el Partido Comunista en el vértice.
Por último, recordamos la vida de Clara Zetkin y Dulcinea Bellido como ejemplos de perseverancia de la lucha comunista y por la liberación de la mujer. Mujeres corrientes, dirigentes, que pusieron su inteligencia y voluntad al servicio de lograr una vida sin explotación ni opresión de ningún tipo; como lo hizo también Tina Modotti, comunista, militante del PCM y brigadista internacional, en cuya obra está basada la propuesta estética de este número. La que ellas realizaron en su tiempo conforma también, en última instancia, la llamada que hacemos en este número 4 del Juventud!: la llamada a que toda la esperanza y rabia que desbordaron hace unos años las manifestaciones del 8 de marzo no se contenga en los estrechos márgenes de la política burguesa, sino que inunde cada lugar allí donde se reproduce la vida y donde se sufre la violencia del capital.