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Lucía MenéndezRevista Juventud

Cánones, estereotipos y redes sociales: las nuevas formas de la cosificación de siempre

By 05/03/2024No Comments

Si hay una experiencia que resuena profundamente en la mayoría de las mujeres es la de mirarse al espejo y sentir que algo, de alguna manera, no encaja. Este proceso está integrado en el particular ritual de cada una, pero tiene arraigo sistémico en una experiencia colectiva de la feminidad: prácticas de inspección visual, comprobación y crítica del propio reflejo.

Estos rituales, aunque individualmente adaptados, enraízan y se enmarcan en un contexto donde el ideal de belleza delinea los parámetros de validez propia, y señala como defecto todo aquello que no entre en sus márgenes. Ese proceso se perfila y agudiza al entrar en las redes sociales, donde la vida y los cuerpos de las personas que están al otro lado de la pantalla ponen en evidencia todo aquello que nos falta, nos sobra o estamos haciendo mal. En esta intersección entre las experiencias cotidianas de las mujeres y las redes sociales se revela una de las lógicas más violentas del capitalismo: la fetichización del cuerpo femenino, esto es, su cosificación, su deshumanización. Esa fetichización encuentra su máxima expresión en dinámicas como la prostitución o los vientres de alquiler, pero atraviesa a las mujeres de otras muchas formas.

En el modo de producción capitalista, los cuerpos femeninos están sometidos a tres exigencias fundamentales: el trabajo reproductivo, el trabajo productivo y la satisfacción sexual. Esta última se deriva de los dos elementos anteriores y se construye a partir de las dinámicas que se dan en ambos marcos, pero adquiere una significación especial que conviene considerar a parte. En el marco de un modo de producción que exige la división social del trabajo siendo una de sus formas su división sexual, el papel reproductor de la mujer es evidente: no se encarga sólo del trabajo doméstico y de cuidados, necesario para sostener la labor productiva en óptimas condiciones, sino que debe, además, engendrar y parir la siguiente generación de mano de obra. Dentro del núcleo doméstico se reproducen, por lo tanto, las dinámicas que impone el sistema: la mujer engendra, cría y se encarga de que todo esté bien dispuesto para quien se encarga fundamental y principalmente del trabajo productivo. La incorporación de la mujer al mundo laboral, como se explica en el primero de los artículos de este número, no significó el reparto del trabajo reproductivo y de cuidados, sino que, por el contrario, a la carga doméstica se añadió la carga laboral. A ambas lógicas se añade una nueva carga: la belleza. Así, a las mujeres se les impone no sólo el trabajar y el dedicarse al ámbito doméstico a la vez, sino que tienen que hacerlo mientras se mantienen atractivas, en buena forma, sin signos que evidencien el estrés, el paso del tiempo o los cambios naturales del propio cuerpo. En multitud de trabajos del sector servicios, un sector ampliamente feminizado, la belleza llega a ser un requisito indispensable para las mujeres: mientras su cuerpo se convierte en un reclamo y un objeto de consumo, la narrativa capitalista disfraza la exigencia de «buena presencia».

Ese ideal de belleza, desde luego, no es algo neutral. Se sustenta sobre un canon que, si bien ha ido variando a lo largo de los años, ha encorsetado y lastrado a las mujeres durante siglos. Los medios de comunicación y las redes sociales han perpetuado de manera especialmente violenta esas exigencias a través de diversos mecanismos. Entre ellos encontramos la vinculación de la belleza al éxito. Poco a poco, a través del bombardeo constante de imágenes editadas hasta la saciedad, se ha ido delimitando lo deseable, lo aceptable y lo desdeñable en un cuerpo. El reclamo que se usa para tales tratamientos son, casi siempre, los cuerpos de otras mujeres, en su mayoría ricas y burguesas. Si bien no podemos negar que las lógicas del capital en lo que a la cosificación y fetichización del cuerpo femenino se refiere incidan también en estas mujeres, no se derivan de ello ni las mismas consecuencias ni problemáticas para las mujeres de clase obrera. Es decir: es cierto que las mujeres burguesas están también sometidas a tal presión estética, pero, por un lado, el problema de la mujer se expresa de forma distinta según la clase social de que estemos hablando y, por otro, ellas participan activamente del entramado ideológico que perpetúa esos cánones al funcionar como referentes y, en muchos casos, se lucran de los complejos que ellas mismas crean a través de sus marcas personales de cosmética.

Las presiones estéticas que atraviesan a las mujeres toman hoy una nueva forma. En un inicio, los mensajes sobre la delgadez como estandarte de la belleza y el autocontrol se canalizaron a través de los medios de comunicación y las primeras plataformas sociales de internet. Los anuncios, las revistas, las películas y las series estaban repletas de imágenes de mujeres delgadas, con piel curtida y pelo voluminoso, sin rastros de marcas que evidenciasen el paso del tiempo o cualquier signo de expresión. Ese cuerpo simbolizaba la perfección, lo deseable, un ideal al que aspirar para ser válida y, sobre todo, feliz. Eran imágenes retocadas y distorsionadas que, a la vez, parecían naturales y se vendían como tal, igual que ahora ocurre con las tendencias de los estilos «clean makeup» que inundan las redes. Lo que no se señalaba entonces, ni se hace ahora, eran los retoques que se habían hecho a la imagen. Tampoco se hablaba del estilo de vida de las mujeres que protagonizaban esas fotos: no se mencionaba el tiempo que dedicaban a sus rutinas de deporte, meticulosamente diseñadas para ellas por entrenadores personales de alto nivel, ni el estricto régimen de comidas al que se sometían (y que, por supuesto, ni planeaban ellas ni mucho menos preparaban, porque disponen del dinero suficiente como para que otras personas se encarguen de eso), ni de la cantidad de productos de belleza que constituían sus rutinas diarias, ni de la ropa de alta costura que se adaptaba a la perfección a sus cuerpos, ni de la cantidad de operaciones estéticas que había detrás de cada parte de su cuerpo. Ese silencio fue una forma de violencia más de la que se sirvió el capitalismo para implantar en las mujeres complejos de los que luego poder lucrarse.

Así, se vendieron imágenes distorsionadas sobre cuerpos perfectos y asociados al éxito (al autocontrol, al cuidado, a ser comedidas, a no dejarse llevar por supuestos antojos o excesos, a la mejor versión de nosotras mismas), señalaron aquellas partes que había que cambiar y, finalmente, vendieron el remedio para solucionarlo. Estos remedios pasaban por machacar los cuerpos de diversas maneras, desde cirugías estéticas, liposucciones, aumentos y sesiones de depilación láser, al uso de productos que prometían eliminar cualquier elemento que reflejase el paso del tiempo o una vida vivida con normalidad: arrugas, celulitis, estrías, acné, puntos negros, manchas o texturas se convirtieron en enemigos a combatir. En la práctica, esto supuso impulsar una batalla constante entre las mujeres y sus propios cuerpos con el fin de modificarlos para ser consumibles. Las mujeres de clase obrera sufrieron estas exigencias por partida doble: no sólo cargaban con la presión de tener que conseguir ese cuerpo ideal para ser válidas (en tanto que deseables), sino que los medios para conseguirlo estaban, simple y llanamente, fuera de su alcance. La solución pasaba, por una parte, por gastar una gran cantidad de carga psicológica, tiempo y dinero en productos y rutinas y, por otra, por servirse de aquellas conductas que parecían constituir la esencia de toda belleza natural precisamente por la relación que guardaban con el sacrificio, el esfuerzo y el autocontrol y que estaban al alcance de todas: las dietas, las restricciones de algunos alimentos y la demonización de otros tantos, el deporte, el consumo de bebidas «adelgazantes» o las purgas; todo ello con la única intención de adelgazar. El cuerpo de las mujeres dejó de ser suyo y pasó a estar regulado por las miradas ajenas y las industrias cosméticas.

Con la aparición de las redes sociales empezaron a surgir también micro-comunidades que prometían ayudar a las chicas jóvenes a alcanzar los cuerpos de sus referentes a través de conductas que pronto se convirtieron en TCAs galopantes. Proliferaron aquellas páginas llamadas «pro-ana» (pro-anorexia) y «pro-mía» (pro-bulimia), que llenaban los teléfonos y ordenadores de las jóvenes de consejos para no sucumbir al hambre, perder el doble de calorías de las que ingerías a través de un conteo exhaustivo de lo que contenía cualquier alimento o esconder aquellas partes del cuerpo que no merecían ser mostradas. Esta violencia se enmascaró con el discurso de la superación personal, y las lógicas de la cultura del esfuerzo imbuyeron todas estas dinámicas precisamente porque venían a reafirmar el nivel de autocontrol, constancia y dedicación por la causa que todas estas jóvenes practicaban en su cotidianidad. Y aunque estas exigencias se materializasen en TCAs en una gran mayoría de mujeres jóvenes, no fueron los únicos problemas de salud mental que acarrearon: los niveles de depresión y ansiedad se dispararon, precisamente por la hipervigilancia sobre una misma que suponía el tener que adecuarse a esas exigencias, la frustración por no poder llegar a ellas, la idea de que nunca se sería feliz, exitosa o amada si una no se adecuaba a lo que se pedía de ella.

Durante los últimos años, los TCAs no han hecho más que crecer: entre 2011 y 2021, los casos de anorexia nerviosa o bulimia registrados en España pasaron de 15.659 a 92.178. Si bien es cierto que un mayor registro de casos no tiene por qué implicar siempre un aumento en su desarrollo (a veces precisamente indica que se registran como tales casos que antes se concebían como conductas naturales o lógicas), es innegable que la presión a la que se ven sometida las mujeres para situarse en los cánones de belleza se ha visto retroalimentada por las redes sociales. 9 de cada 10 casos de TCAs se dan en mujeres, y la mayoría de ellas son jóvenes de entre 12 y 36 años. Los problemas con la comida y la insatisfacción corporal empiezan a desarrollarse cada vez a edades más tempranas, y a nivel mundial el número de TCAs se ha duplicado en los últimos 20 años. El 70% de los adolescentes no se siente cómodo con su cuerpo, y precisamente el peso sigue siendo el motivo que mayor insatisfacción corporal genera.

Pronto llegaron las críticas y, con ellas, la concienciación sobre la necesidad de cambiar las dinámicas y los discursos se volvió evidente, sobre todo con el aumento de las cifras de chicas jóvenes atravesadas por problemas psicológicos derivados de tales dinámicas. Se puso en evidencia lo irreal e inalcanzable del canon estético y comenzó a hablarse de diversidad de cuerpos y de sus elementos naturales que, hasta ese momento, habían estado demonizados. Sin embargo, a medida que las críticas crecían, surgieron nuevos conceptos que parecían venir a sustituir esas exigencias pero que, en la práctica, enmascaraban las viejas dinámicas a las que las mujeres llevan siglos sometidas. El lenguaje bélico adquirió un gran dominio conceptual y metafórico en el marketing de productos de belleza: los cambios corporales naturales se convirtieron en enemigos a combatir y los productos de belleza prometían luchar contra ellos y ganar la batalla de lo que, simple y llanamente, son procesos normales y naturales.

Así, la narrativa de la belleza fue sustituida por la narrativa del autocuidado y pasó de verse como una exigencia socialmente impuesta a un estilo de vida elegido libremente; donde antes veíamos páginas en redes sociales enfocadas a las dietas adelgazantes y rutinas de ejercicios pensadas para perder grasa, ahora nos encontramos a influencers que nos hablan de comida real y natural y de la necesidad de hacer deporte cada día de la semana para tonificar el cuerpo. Donde antes encontrábamos productos de maquillaje para tapar la textura de la piel, ahora encontramos rutinas coreanas de diez pasos para tener un rostro de porcelana. Donde antes se vendían bebidas que prometían adelgazar, ahora se anuncian bebidas proteicas y tés que regulan las hormonas y te ayudan a eliminar líquidos. Todas estas dinámicas tienen ya su propio nombre (realfooding, skincare, alisa -de alimentación saludable, un término que surgió al calor de las páginas pro-ana y pro-mía cuando empezaron a ser criticadas, etc.). Sin embargo, ahora se enmarcan dentro de lo que se entiende como un estilo de vida que parte del feminismo se ha empeñado en vender como empoderante para las mujeres porque, teóricamente, las incita a cuidarse a sí mismas a la vez que superan una a una todas esas limitaciones que el patriarcado había impuesto. Así surgen las figuras de moda entre mujeres jóvenes como la de la girlboss, la tendencia «that girl» y derivados. En estos nuevos estilos de vida, la emancipación consiste en levantarte a las cinco de la mañana, hacer deporte, prepararte un desayuno libre de ultraprocesados, azúcares o estimulantes, escribir en tu diario aquellas cosas que quieres atraer, meditar, hacerte una rutina facial oriental que tenga como mínimo 5 pasos (con sus consiguientes productos), ordenar tu espacio de trabajo minimalista y, a partir de ese momento, empezar el día con una mentalidad positiva que te ayude a ser más productiva. Instagram y Tiktok están llenos de vídeos de chicas jóvenes que viven en barrios adinerados, que se graban haciendo esto todos los días y que lo venden como la clave del éxito para las mujeres. Ya no es sólo el propio cuerpo el que se compra y se vende para adaptarse a las exigencias del mercado, ahora también se comercializa con la imagen proyectada.

Sin embargo, volvemos a encontrarnos con esa violencia ejercida como silencio de la que hablábamos al principio. Si bien ahora no hay que desenmascarar el Photoshop, esto no quiere decir que el contenido que inunda las redes y las narrativas que construyen sean reales o, al menos, estén al alcance de las mujeres de clase obrera. Es imposible levantarse a las cinco de la mañana para desplegar todo un ritual casi místico cuando a las nueve tienes que estar en el puesto de trabajo en el que te pasarás, mínimo, ocho horas y al que se le suma tiempo de desplazamiento y de comida; resulta muy difícil invertir tiempo en preparar comida de calidad cuando la cesta de la compra (y en especial los productos frescos) no hace más que subir y apenas se tiene tiempo para cocinar en condiciones; no todas pueden hacer una inversión de cientos de euros en productos de belleza cuando ni siquiera llegan a fin de mes; es difícil encontrar varias horas todos los días para ir al gimnasio cuando trabajas y estudias al mismo tiempo; es impensable mantener una casa pulcra y siempre bien ordenada cuando tienes una familia que cuidar o, simplemente, no puedes dedicarle ese esfuerzo a hacerlo cada mañana. Y podríamos seguir, pero, en definitiva, todo se resume en que es imposible asumir todas esas expectativas violentas cuando una trata de sobrevivir a los ritmos e imposiciones del capitalismo.

Vemos, en definitiva, que las nuevas exigencias que han creado las redes sociales sobre las mujeres ideales siguen perpetuando los roles de género, los cánones y los estereotipos. Las críticas iniciales, si bien consiguieron poner sobre la mesa la necesidad de repensar esos cánones, lo único que hicieron fue afianzar la idea de que la belleza era, o tenía que ser, uno de los elementos constitutivos y objetivos de la feminidad. De un tipo de cuerpo bello se pasó a promover la diversidad, pero siempre bajo el paradigma de que «todos los cuerpos son bellos» sin plantear que, igual, no era necesario ser atractiva, deseable y consumible para que mereciese la pena vivir y que lo necesario era trascender los límites estéticos del cuerpo. La vida exitosa se canalizó a partir de una productividad desmedida como medio para «ser la mejor versión de una misma» y que ata con más crudeza a las mujeres tanto al trabajo productivo como al trabajo doméstico. Los cánones que exigían medidas violentas contra nuestros cuerpos pasaron a venderse como cuidado de una misma, y la salud mental pasó a ser algo que se mantenía a flote gracias al consumo desmedido de aquellas cosas íntimamente relacionadas con la feminidad más tradicional (belleza, ropa, organización del hogar, etc.). Aquellas críticas fervientes a la tiranía de la belleza mediática fallaron, además, en identificar la raíz sistémica de estas conductas y exigencias que, en última instancia, se acercan más a la narrativa liberal del auto-empoderamiento, la autosuficiencia y la fuerza de voluntad (el «si quieres una vida mejor, un cuerpo mejor, puedes conseguirlo siguiendo estos pasos»). La influencia del contexto se olvidó, y la precariedad de las mujeres obreras directamente no se tuvo en cuenta nunca.

La satisfacción se ha situado, bajo las lógicas del capitalismo, siempre fuera de nuestro alcance. Más allá de las cifras, resulta importante volver a subrayar lo evidente: una relación saludable con el cuerpo, con la comida, con el deporte y con el cuidado propio es incompatible con un sistema productivo que se lucra de las inseguridades y los complejos de la gente, que no permite desarrollar una vida plena en condiciones, que vincula la valía a la imagen personal y que promueve conductas rígidas relacionadas con una supuesta salud que no entiende de contextos.