A lo largo de este Número Cero, número especial de Juventud por el 100 aniversario de la fundación del Partido y la Juventud Comunista, se han tratado diversos temas, pero entre todos ellos ha presidido, sin duda, uno: el del conflicto entre las posiciones reformistas y las revolucionarias; y no es casual, pues sobre la base de ese conflicto se constituyó el Partido Comunista en nuestro país. A través de este artículo profundizaremos un poco más en las claves de ese conflicto y en la relación que hay entre reforma y revolución.
El germen histórico de la dicotomía reforma vs. revolución puede encontrarse ya en los primeros pasos del comunismo, incluso antes de que Marx y Engels escribiesen el Manifiesto comunista. El socialismo reformista original, aunque no fuera un reformismo de tipo economicista, no fue el de la II Internacional, sino el de los socialistas utópicos. Aquellos soñadores vieron cómo las promesas emancipadoras e igualitarias de la Ilustración fueron traicionadas por la sociedad burguesa, donde todo derecho y principio debe obedecer a la lógica de la ganancia y la acumulación. Por ello, plantearon al mundo otro modelo de sociedad. Su solución, en términos generales, fue aislarse en pequeñas comunas desde las que aleccionar al mundo con su ejemplo, con la vana esperanza de que la humanidad, conmovida por su empeño, adoptaría en masa su modelo de organización social. Salvando las distancias, esta ingenuidad (allí donde no haya cantos de sirena deliberados) está aún presente en las modernas organizaciones socialdemócratas. Por ejemplo, las apuestas municipalistas de ciertos partidos y figuras en España, que prometieron hacer de las ciudades de Madrid, Barcelona o Santiago de Compostela el oasis desde el que construir esa España solidaria, justa y plural que, según ellos, estaba ya ahí, pero oscurecida por corruptos e inmorales, a la espera de que la buena voluntad le devolviese su brillo.
Marx y Engels, a la cabeza de la Liga de los Comunistas, destrozaron rápidamente las teorías de los socialistas utópicos al demostrar que, a lo largo de la historia, ninguna clase social ha renunciado a su poder y privilegios sin dar la batalla. Y menos aún porque unos simpáticos y bienintencionados señores les vendan que reducirían los sufrimientos de la humanidad si, dicho con exageración, nos fuésemos todos a vivir al campo. Desde su fundación, el movimiento comunista ya confrontó esta idea de una evolución pacífica de la sociedad humana hacia el socialismo, demostrando que el movimiento socialista no podía seguir los ideales humanistas ilustrados a causa tanto de la división en clases de la sociedad como, específicamente, del carácter antagónico del conflicto entre las dos grandes clases sociales contemporáneas: la clase obrera y la clase capitalista. Los intereses de cada una de ellas son irreconciliables con los de la opuesta, y no ha lugar a una evolución pacífica y lineal hacia una sociedad libre.
Bajo esta última premisa, el movimiento socialista se desarrolló y se extendió por todo el mundo hasta el fallecimiento de Engels. La falta de experiencia y la poca solidez de la teoría revolucionaria contribuyeron a que aflorasen concepciones economicistas, más propias de las organizaciones sindicales y del movimiento obrero espontáneo, y que llegaran a imponerse como la tendencia mayoritaria dentro de la II Internacional. Esa carencia, sumada a los avances que la lucha de clases había arrancado a los capitalistas en materia económica o en derechos democráticos, y a la llegada a las cúpulas de la aristocracia obrera e intelectuales pequeñoburgueses, hizo que se desarrollara y consolidara la idea revisionista de una transición pacífica hacia el socialismo, así asumida por el grueso de la II Internacional. Sin embargo, las propias lógicas del capitalismo rompieron estas ensoñaciones reformistas al iniciarse la I Guerra Mundial, donde los líderes revisionistas asumieron el repugnante papel de cómplices de la guerra. A su vez, la primera revolución socialista victoriosa de la historia, la Gran Revolución Socialista de Octubre, alumbró la posibilidad y necesidad de una toma revolucionaria del poder por parte de la clase obrera.
Como ya hemos visto en el primer artículo de esta revista, los bolcheviques no solo demostraron que la revolución era el camino a seguir, sino que también desenmascararon a los líderes reformistas de la II Internacional, evidenciando su papel como el ala izquierda del poder capitalista. Con la fundación de la III Internacional, el movimiento comunista combatió de forma incesante a los reformistas, que actuaban de facto como diques de contención ante la marea revolucionaria que se vivía en toda Europa; sirva como ejemplo paradigmático la represión de la socialdemócrata República de Weimar contra la república socialista de Baviera, cuando fueron ejecutados Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht junto a miles de revolucionarios de la Liga Espartaquista. La socialdemocracia demostró no solamente que no quieren el socialismo, sino que son capaces de combatir en primera línea contra aquellos que decididamente tomen la valiente decisión de hacer realidad el poder revolucionario de los trabajadores.
El final de la II Guerra Mundial generó un nuevo contexto social y político en el cual el movimiento comunista, con la URSS a la cabeza, ya no era una fuerza frágil. La Unión Soviética era una potencia económica y política y los partidos comunistas llegaban al poder en media Europa y en Asia. Esta fuerza renovada acorraló a la clase capitalista y sus aliados socialdemócratas, forzándolos a cambiar diametralmente su estrategia. En este periodo, como también hemos visto en otro artículo, los partidos capitalistas europeos tradicionales, incluso los más conservadores, se vieron obligados a abrir la mano y aceptar una mayor redistribución de la riqueza, creando los llamados “Estados del bienestar” sobre la condición de posibilidad de las súper ganancias imperialistas. Por otro lado, los revisionistas abandonaron definitivamente el marxismo y todos los partidos socialdemócratas clásicos mutaron en partidos socio-liberales cuya gestión y objetivos pasaron a ser indistinguibles de la de cualquier otro partido capitalista. Pero, por supuesto, esto no acabaría con las ideas reformistas dentro del movimiento obrero, ni dentro de los propios partidos comunistas.
Durante la lucha contra el fascismo y los diferentes movimientos reaccionarios que asolaban todo el mundo, el destacado papel de los comunistas, junto a la política frentepopulista de la III Internacional, que llamaba a la unión de todas las fuerzas antifascistas contra la reacción, resultó en el acercamiento y la entrada de muchos antiguos militantes de los partidos socialdemócratas. Militantes que, en muchos casos, no habían roto con sus concepciones ideológicas oportunistas y las reproducían en el seno de los partidos comunistas. Un claro ejemplo es Santiago Carrillo en el PCE, antiguo militante de las Juventudes Socialistas del PSOE y principal responsable de la liquidación del partido comunista en España.
La tendencia revisionista se consolidó y prácticamente todos los principales partidos comunistas y obreros de la Europa occidental asumieron las tesis revisionistas de “las vías nacionales al socialismo”, las cuales no fueron otra cosa que la renuncia expresa a la revolución socialista y la mutación paulatina de estos partidos en organizaciones reformistas al uso. Asimismo, la deriva hacía tiempo asentada en el PCUS, que culminó definitivamente en su XX Congreso, evidenciaba profundos problemas ideológicos y estratégicos a nivel internacional que no hicieron más que potenciar los procesos revisionistas.
Los partidos comunistas, al abandonar su papel revolucionario, dieron en muchos países un paso hacia su definitiva liquidación con la adopción de estrategias “frenteizquierdistas”, que ya no apelaban a la clase obrera sino a sectores ideológicos de izquierdas. Esta táctica se materializó en un viraje hacia la predominancia de las políticas “progresistas”, que hacían especial o único enfoque en mejoras mínimas de las condiciones de vida, sin solucionar (o ver siquiera) el problema de fondo; o en políticas de identidad, centradas en los problemas de determinados colectivos discriminados a causa de su condición y estilo de vida, individualizando sus circunstancias, fuera de todo análisis superador y de conjunto. La globalidad de la lucha comunista, mucho más amplia que lo meramente económico, en la que junto a la emancipación económica deben estar integrados esos intereses y necesidades particulares de los miembros de la clase obrera, fue sustituida por un sinfín de luchas parciales, atomizadas y excluyentes.
Hay una crítica justa al decir que el movimiento comunista, en su momento, no atendió bien en esa globalidad toda una serie de justas y legítimas luchas. Pero esta crítica, lejos de resultar en una propuesta superadora, supuso el abandono del comunismo como idea de progreso universal, quedando todo reducido a un collage de ideologías de izquierdas y de luchas de resistencia incapaz de generar ningún proceso de transformación global, radical y estructural de la sociedad. De la praxis revolucionaria de la clase trabajadora, con sus carencias y aciertos, se pasó al triunfo de la mera voluntad e interés individualistas, que nada solucionó y solo vino a perpetuar el estado de cosas existente. Un estado de cosas en el que, pese a cantos de sirena, la emancipación de los trabajadores no será nunca posible ni en su globalidad ni en su particularidad. Ni en lo económico, ni en lo político, ni en lo cultural.
Con la caída del bloque socialista, se coronó la crisis general del movimiento comunista. Sus grandes partidos, salvo unas pocas y honrosas excepciones, desaparecieron o se diluyeron en coaliciones de izquierdas, dando paso a una nueva oleada de organizaciones socialdemócratas al calor de los movimientos espontáneos de masas de principios del siglo XXI.
Pero la dicotomía que aquí tratamos tiene otra manifestación. La de revolucionarios vs. izquierdistas. Si hemos mencionado y analizado el principal conflicto con el oportunismo de derechas no podemos pasar por alto del enfrentamiento con el oportunismo de izquierdas, aunque éste revista una resonancia mucho menor que el anteriormente mencionado. El izquierdismo es, de forma resumida y simplificada, la impaciencia y la falta de perspectiva estratégico-táctica de algunas corrientes dentro del movimiento comunista. Estas tendencias empezaron a manifestarse tras la Revolución de Octubre y la consolidación del poder obrero. Sus posiciones se basaron, fundamentalmente, en intentar imitar las políticas tomadas por los bolcheviques los meses previos a la revolución, sin entender que estas medidas se dieron gracias a un proceso de maduración ideológica, organizativa y política, labrada durante muchos años, y a un contexto de grave crisis de hegemonía del poder establecido en los territorios del antiguo Imperio ruso.
La anticipación e impaciencia de los izquierdistas los lleva a renegar y aislarse de los espacios políticos y organizativos legales en los que participan las masas. Aunque la clase obrera participe masivamente en sindicatos o en las elecciones a los parlamentos burgueses, en la cabeza de los izquierdistas estas estructuras están históricamente superadas, por lo que para la clase obrera también deben estarlo. Su infantilismo los lleva a reproducir una táctica y un programa irreal, imposible de asumir por parte de las masas obreras en un momento de ausencia de una crisis revolucionaria que permita la toma del poder. Claro está, esto posee un mayor desarrollo ideológico, pero como nociones generales nos es suficiente.
Como se habrá podido observar, a pesar de que el movimiento comunista no ha estado falto de referentes y buenos ejemplos de “cómo hacer las cosas”, lo cierto es que la mayor parte de nuestro movimiento se mueve aún bajo coordenadas oportunistas, tanto derechistas como izquierdistas. Y es que, aunque han pasado más de 100 años desde que en octubre de 1917 se abriese una nueva etapa para la humanidad, con todas las lecciones magistrales que nos legaron los bolcheviques, parece que el debate sobre el papel que deben jugar las reformas en el proceso revolucionario aún está abierto y es plenamente vigente.
Decía Rosa Luxemburgo que las reformas eran algo lo suficientemente importante como para no abandonarlas y dejarlas en mano de los reformistas. De forma parecida se expresaba Lenin cuando decía que los marxistas, a diferencia de los anarquistas, admitían la lucha por reformas, pero sin rendirse a ellas, y luchando contra aquellos que las conciben como un fin en sí mismo dentro del movimiento obrero. Vemos, a través de estas premisas, que la relación entre reforma y revolución para algunos de nuestros principales referentes políticos e ideológicos debe ser un equilibrio entre táctica y estrategia; entre medios de lucha, dinámicas del movimiento de masas y el objetivo final de nuestro proyecto: la revolución socialista.
El reformismo genera este desequilibrio al desatender o abandonar las tareas de difusión y organización de la revolución, rindiéndose a la espontaneidad de los movimientos de masas e ignorando toda tarea de educación y elevación político-ideológica. Por el contrario, el desentenderse de las luchas obreras y populares espontáneas, así como de las organizaciones que las dirigen, lleva directamente al aislacionismo, a la pasividad y a una ausencia de conexión partido-masas.
Para los comunistas, la lucha por las reformas tiene un gran peso en nuestra política, pero no porque su realización vaya a acercarnos al comunismo. De hecho, lo más probable es que buena parte de las reformas y luchas de resistencia, en la actualidad, fracasen. Lo importante son las lecciones políticas y organizativas que adquieren las masas durante el transcurso de estas luchas y los espacios comunes que conforman para su realización. Y, en los casos en que sí triunfen estas reformas, a todo lo anterior se suma la comprobación de la fuerza organizada de la clase trabajadora y su poder. En ese momento, un poder para arrancar conquistas a la clase capitalista; en adelante, un poder para arrancarles todo. Lo importante aquí es que el partido comunista debe aprovechar las luchas económico-inmediatas de la clase obrera precisamente para explicarles a las masas las limitaciones que esta táctica tiene y que estas vean con claridad el verdadero sustento de los conflictos de clase en la sociedad capitalista. Como explicaba Lenin en el ¿Qué hacer?, la lucha económica no genera conciencia revolucionaria por sí misma: los obreros no vislumbran la necesidad histórica del comunismo, cual revelación divina, durante el transcurso de una huelga. Pero esta sí genera las condiciones y los espacios de organización para que la conciencia revolucionaria se extienda de forma más fácil y con mayor rapidez si esta es transmitida por los militantes comunistas.
Los leninistas, desgraciadamente, nos enfrentamos a los mismos conflictos ideológicos que hace 100 años. Por un lado, vemos a quienes nos dicen que debemos “razonar”, que nuestros objetivos, aunque deseables, son imposibles de realizar y que debemos dar un paso atrás y asumir el orden establecido; que las cosas cambiarán de forma mágica en algún momento, con las vías internas de la sociedad ya existente, y que ese sí será el momento de llevar a cabo nuestro programa. Por otro lado, están quienes nos llaman a recluirnos, a romper con las organizaciones de clase existentes y alternar en sus chiringuitos, donde desde su atalaya, también de forma mágica, harán ver a las masas que están equivocadas y estas acudirán a ellos iluminadas. Sin tener que confluir con absolutamente nadie, salvo ellos mismos y quien esté de acuerdo con ellos.
Tanto para unos, como para otros, reforma y revolución son conceptos que se excluyen entre sí de forma absoluta, al buen estilo de las oposiciones metafísicas; que no pueden confluir a la vez dentro de un mismo programa político; que no hay relación dialéctica entre ellos, que no hay contradicción ni, por tanto, ningún desarrollo posible en su unidad. Asumen una falsa disyuntiva que ya fue liquidada práctica y teóricamente hace muchos años.
Es justo y cierto decir que al movimiento obrero y a las organizaciones sindicales en España les falta fuerza hasta para llevar a cabo las más básicas reivindicaciones, como también es cierto que les falta combatividad. Pero como suele ocurrir, no les falta razón ni tampoco les sobra, porque sus propuestas ante estos problemas son la receta del fracaso antes de empezar. La del aborto directo. Solo los comunistas, con la experiencia histórica de nuestro movimiento y las aportaciones en esta materia del leninismo, podemos resolver esta situación, volviendo a activar la lucha obrera con más energía e intensidad. No desde una atalaya, no para quedarnos en meras reformas. Sino para organizar a nuestros hermanos y hermanas de clase, transmitiéndoles, como comunistas, el proyecto revolucionario; denunciando, como comunistas, los límites de las reformas y los reformistas; forjando, como comunistas, todos los eslabones necesarios (organizativos, ideológicos y políticos) para la revolución socialista.