Son muchas las noticias y artículos que durante los últimos meses han abordado los problemas de salud mental, amplificados por la pandemia, entre los jóvenes. Sin embargo, las raíces profundas de este fenómeno no suelen aparecer en los diversos artículos periodísticos. Las causas estructurales, sistémicas, el efecto de cómo establecemos nuestras relaciones sociales en el capitalismo de hoy, no suelen ser elementos incluidos en los análisis del por qué la salud mental es un problema cada vez más acuciante entre los jóvenes y los no tan jóvenes, del por qué ‘ansiedad’ y ‘depresión’ son palabras cada vez más repetidas en las reuniones de amigos, en los descansos del trabajo, en el trayecto de vuelta de clase, etc.
Entender en profundidad y actuar sobre estos problemas desde una perspectiva revolucionaria, exige tanto de un esfuerzo paciente y profundo de análisis que vaya a la raíz de la problemática; como de una actitud militante, transformadora, que sea capaz de construir una alternativa política y social que supere definitivamente este sistema.
Más allá de un “efecto pandémico”: una juventud entre dos crisis
Lo primero que conviene precisar es que aunque se hayan agudizado durante el último año, la generalización de los problemas de salud mental entre los jóvenes no es algo nuevo, no es algo que pueda acotarse a un “efecto pandémico”. Si atendemos a las condiciones en las que han crecido y desarrollado la mayoría de su vida adulta buena parte de los jóvenes, vemos que “inestabilidad” e “incertidumbre” son palabras que discurren paralelas a las anteriormente referidas. La crisis de 2008 golpeó con fuerza a quienes por entonces afrontaban la incorporación al mundo laboral, y los más jóvenes hoy prácticamente no conocen la vida sino bajo los estragos de una profunda y casi permanente crisis económica.
Las elevadas cifras de paro juvenil y de temporalidad de los últimos trece años, así como los bajos salarios y el precio de la vivienda, han hecho que poder emanciparnos nos resulte prácticamente una quimera. Incluso aunque lo consigamos de manera temporal, no tenemos una perspectiva de estabilidad a medio-largo plazo, por lo que resulta casi imposible construir o, incluso, imaginar un proyecto de vida. Esta realidad socioeconómica marca por supuesto una pauta de vida y una subjetividad, los jóvenes nos hemos acostumbrado a vivir en una permanente inmediatez ante la falta de perspectivas, en una permanente sensación de riesgo y desprotección, en una sensación constante de cambio y eventualidad ante la posibilidad siempre presente de traslado de vivienda, de trabajo, de estudios, de ciudad, de país, etc.
Un fenómeno amplio y cada vez más extendido
Según estimaciones realizadas en 2019, un 5 % de los adolescentes y jóvenes de nuestro país sufre algún síntoma depresivo y el 20 %, algún síntoma ansioso. En España, de media, se suicidan 10 personas cada día —una cada dos horas y media— y se producen otras 200 tentativas. El suicidio, que es la expresión más cruda del gravísimo problema que es la afectación de la salud mental en el capitalismo, es la primera causa de muerte no natural y la segunda entre jóvenes de 15 a 29 años.
¿Qué nos dicen estos datos? En primer lugar, que la salud mental y su afectación entre la juventud es un problema amplio. Estas cifras dan buena cuenta de la dimensión que adquiere hoy el problema, que no debe entenderse como fenómeno individual —atribuible sólo a las experiencias de quien sufre depresión o ansiedad, entre otras— sino como fenómeno social, en tanto que cada caso particular existe definido por los marcos de la sociedad misma y sus lógicas.
Por supuesto, no deben obviarse las variables de tipo biológico, variables que están mediadas e interrelacionados con los factores sociales y contextuales pero que por sí solas no son suficientes, tampoco, para explicar la dimensión que adquieren los problemas psicológicos. Los problemas de salud mental son un fenómeno amplio, pero también complejo y multifacético, cuyo análisis no se trata aquí ni muchos menos de concluir. No obstante, el punto de partida, desde una óptica revolucionaria, debe ser que es el ser social, en interrelación compleja con los múltiples factores intervinientes, lo que explica, en última instancia, el problema que abordamos.
El modo de vida capitalista y su afectación sobre los jóvenes
Desde ese punto de partida comenzábamos: la afectación de la realidad socio-clasista de la última década sobre los jóvenes, el determinante telón de fondo que suponen las dos crisis capitalistas que han marcado a nuestra generación.
Profundizando un poco más: los efectos de la uberización y la flexibilización del trabajo han provocado una realidad no solo caracterizada por la inestabilidad, desprotección y eventualidad antes referidas, también por la competitividad y una brutal mercantilización. Asimilando la mercancía que es nuestra fuerza de trabajo en el capitalismo al consumo del resto de mercancías, avanzamos hacia una realidad en la que nosotros mismos somos mercancías fácilmente desechables, ajustables a los ritmos y ciclos de producción a través de la temporalidad y el trabajo a demanda, condenados a una intensa competición entre nosotros por un puesto de trabajo que nos permita subsistir, etc.
Estas características moldean también nuestras vidas más allá del ámbito laboral, influyen y condicionan de manera determinante nuestros hábitos, nuestro ocio y nuestra rutina. El desarrollo del capitalismo potencia sus lógicas características, las lógicas de la mercancía hunden sus raíces más profundamente en cada vez en más fenómenos de la vida social. La inestabilidad, temporalidad y competitividad a la que nos empuja el capitalismo potencia sus perennes lógicas individualistas e inmediatistas. Incluso fenómenos como las redes sociales acaban sirviendo de amplificador de estas lógicas mercantiles: los jóvenes nos vemos más expuestos a la presión de las tendencias y lógicas del consumo en tanto que se produce una validación según el grado de cumplimiento de dichas tendencias o discursos a través de la interacción en dichas redes.
Un buen ejemplo de cómo afectan los discursos e imaginarios en la auto percepción es el discurso burgués que nos anima a “emprender” y que encasilla nuestras vidas en el éxito o en el fracaso individual mientras se obvia, no inocentemente, los condicionantes de carácter socioeconómico que, en una sociedad de clases, son los que facilitan o impiden el libre desarrollo de cada persona. La realidad de la juventud obrera choca frontalmente con las expectativas que nos imponen, y ese choque profundiza en la generalización de los problemas de ansiedad o depresión, en los estados continuados de estrés y nerviosismo así como en la auto culpabilidad.
Como ocurre con todo fenómeno en la sociedad capitalista, el elemento de clase traza diferencias notables. Aquel joven que tenga la vida prácticamente resuelta debido a la posición socioeconómica de su familia no tiene el mismo riesgo de sufrir estos problemas, ni, de sufrirlos, lo hará de la misma manera. Gracias a los recursos que posee le resultará más sencillo encontrar una salida, podrá permitirse un tratamiento adecuado. La situación, por contra, será radicalmente distinta en un joven de familia obrera. Aquí entra en escena la situación de la salud mental en el sistema sanitario.
La atención psicológica, la gran olvidada
La constante privatización de las últimas décadas ejecutada por distintos Gobiernos ha ido dejando nuestro sistema sanitario público cada vez con menor capacidad para atender adecuadamente la salud de la mayoría de la población. La atención psicológica ya era antes de la pandemia un campo infradotado en medios, y nada ha cambiado a mejor en el último año. Se calcula que hay unos 2.700 especialistas en psicología clínica trabajando en el sistema público de salud, es decir, menos de seis por cada 100.000 habitantes. Mientras que un total de aproximadamente 8.900 psicólogos poseen la titulación en psicología clínica, sólo hay plazas creadas para una tercera parte de ellos. Lo que observamos es que sí se forman psicólogos, pero no se crean las plazas necesarias para que puedan desarrollar su profesión o, si se crean, a menudo presentan un alto grado de precariedad laboral, especialmente para los recientemente egresados. Así, muchos jóvenes profesionales de la salud se ven obligados a emigrar, a trabajar en algo completamente alejado de su formación o a ejercer en la sanidad privada.
El proceso para recibir atención psicológica está plagado de obstáculos. Un joven debe, una vez que ha dado el ya complicado paso de ir a terapia, esperar varios meses para tener la primera cita con el psiquiatra; y una vez establecido su tratamiento o primer diagnóstico, pasará a disposición –tras otra larga espera– de un psicólogo del sistema público de salud. Posteriormente, en terapia, deberá esperar varias semanas entre una sesión y la siguiente, lo cual hace imposible en la práctica poder recibir una atención individualizada y un seguimiento adecuado, excepto en contados casos, muchas veces gracias a la voluntad y dedicación de los propios profesionales, que incluso exceden sus competencias para atender al paciente.
En ese contexto, la solución a la que se tiende es la medicalización; ante la incapacidad para derivar el caso a la atención psicológica se recetan medicamentos que, si bien junto con una terapia adecuada podrían favorecer el tratamiento particularizado, se convierten en una vía rápida y generalizada que, además de generar dependencia y tener efectos significativos en el día a día del paciente, esconden el origen real y social del problema. La ausencia de medios públicos, la ausencia de tiempo debido a las condiciones de explotación, etc., favorecen esa tendencia a la medicalización. Un dato esclarecedor: España es el primer país del mundo en consumo de benzodiacepinas (ansiolíticos y sedantes) y el cuarto respecto a ingesta de antidepresivos. Debido al desmantelamiento y consiguiente deterioro del sistema público de salud, hay quienes buscan una solución en la sanidad privada. El coste medio de una sesión con un psicólogo es de 51 €/hora, es decir, unos 200 € al mes si se lleva una periodicidad que podría considerarse adecuada.
En todo caso, reivindicar que se refuerce la atención psicológica en el sistema público de salud sería, aun así, insuficiente si pretendemos abordar en profundidad los problemas de salud mental de jóvenes y adolescentes. Si realizamos un análisis desde una perspectiva de clase no podemos desvincular la salud –ya sea física o mental– de las condiciones de vida de la juventud de extracción obrera y popular. Si son nuestras condiciones de vida las que generan y explican en gran medida que los problemas de salud mental sean una constante entre la juventud, entonces se torna necesario buscar una salida integral y colectiva, que vaya más allá del tratamiento individual y se proponga la transformación radical de tales condiciones de existencia.
Una lección que la pandemia nos recuerda: nuestra salud mental es incompatible con los intereses de los capitalistas.
Hace unos meses la cuestión de la salud mental aparecía en el Congreso. Las posturas parecían enfrentadas en apariencia pero eran similares en el fondo. No debemos elegir bando entre quienes ignoran o abiertamente desprecian los problemas que sufrimos la juventud trabajadora y quienes afirman que estos les importan mucho pero ni se plantean acabar con el sistema que los reproduce. Por muchas palabras que escuchemos de los partidos parlamentarios, sigue imperando una vieja máxima: el capital necesita reproducirse sin pausa y para ello, en una profunda crisis como la actual, la burguesía necesita aumentar el grado de explotación sobre la clase obrera. La salud no escapa a esa lógica. Mientras no se resuelva la contradicción principal y se coloque la vida humana en el centro, poniendo a su servicio todos los recursos que generemos, los problemas la salud mental persistirán de forma amplia.
La solución, entonces, no puede ser parcial. No nos sirve sólo con reforzar la atención psicológica sin tocar los cimientos de un sistema que no mira por el bienestar de la población. Tampoco nos sirve sólo reclamar mejoras inmediatas o económicas: pan, comida y techo; ignorando las implicaciones profundas que tiene en la salud mental cómo establecemos y entendemos las relaciones humanas dentro del capitalismo.
Se trata de que toda la organización de la sociedad responda a nuestras necesidades, nuestras expectativas y nuestros anhelos. Se trata de acabar radicalmente con una vida mediatizada por la mercancía. Y para ello es imprescindible romper con el discurso derrotista de lo posible y acometer las tareas que a veces parecen imposibles, pero que son las necesarias. Para ello es imprescindible tener una perspectiva militante, una perspectiva transformadora que busque construir una alternativa que, a la vez que combata y aspire a superar este sistema, genere en su seno nuevas formas de relacionarse que se aproximen a las que gobernarán en la vida comunista futura: la solidaridad, la colectividad y el apoyo mutuo.
Comisión Política de los CJC