El Madrid galdosiano de mitad del XIX, aquel que de “aldea indecente que aspira a metrópoli” resultaba en ciudad nueva edificada sobre los escombros de los conventos a razón de las desamortizaciones, que abría sus puertas al comercio y que acortaba distancias con capitales europeas como París gracias a la llegada de los primeros ferrocarriles, era el Madrid que, en consonancia con el resto de ciudades españolas, experimentaba el primer gran crecimiento demográfico al calor de la industrialización. Si en 1820 la población urbana no alcanzaba en toda España el millón y medio de habitantes, a finales de siglo la cifra rondaba los seis millones. El capitalismo industrial agudizaba la contradicción –inherente a la institución de la propiedad privada y la división del trabajo– entre el campo y la ciudad, convirtiéndose la segunda en base y centro de la gran industria y el comercio.
En aquellos años, cuando un habitante del centro o del norte de la villa, decía Galdós, visitaba los barrios de la pobretería, ni las casas ni los rostros le resultaban Madrid. No era una cuestión de norte o de sur, sino de la lucha de clases de la que las ciudades eran –y son– arena y escenario; de que era el sur donde se asentaban las capas populares atraídas a la urbe por el desarrollo industrial. El crecimiento exacerbado de la población urbana en la España de finales del XIX trajo consigo la formación de arrabales, la elevación de los pisos de los edificios, el hacinamiento en los corrales de vecinos, casas de corredor y corralas… y, también, con ello, la insalubridad. Tal es así, que la tuberculosis de principios del XX llegó a conocerse popularmente como la enfermedad de la vivienda. La penuria de la vivienda, descrita por Engels como aquella “particular agravación de las malas condiciones de habitación de los obreros a consecuencia de la afluencia repentina de la población hacia las grandes ciudades; (…) el alza formidable de los alquileres, una mayor aglomeración de inquilinos en cada casa (…) [o] la imposibilidad total de encontrar albergue” (Contribución al problema de la vivienda, F. Engels), se tornaría en problema e impedimento para la reproducción de capital. La burguesía pondría en marcha la apertura de nuevas calles dentro del casco antiguo –las llamadas grandes vías, como la homónima de Madrid o la Vía Layetana en Barcelona – y comenzaría a planificar la edificación de ensanches más allá de las murallas de los cascos antiguos.
Era esta, no obstante, una planificación urbana presa de la anarquía capitalista, al servicio de la producción y de la apropiación privada del beneficio. A la vez que se terminaban de edificar los ensanches y el precio de sus viviendas –accesibles a burgueses y señoritos– crecía desorbitadamente, proliferaban los arrabales y los barrios de autoconstrucción en la periferia urbana. Tras la Guerra Nacional-Revolucionaria, y muy particularmente tras el éxodo del campo a la urbe en los años 50, el barranquismo y la autoconstrucción ocupaban casi una cuarta parte de la morfología de las ciudades españolas. Roquetas o Torre Baró en Barcelona; el pozo del Tío Raimundo, la Elipa o el Tío Pío en Madrid (cuyos escombros yacen hoy sepultados por las colinas de las siete tetas del barrio de Vallecas) son ejemplos que aún perviven en la memoria de nuestros abuelos. Los polígonos de viviendas que hoy conforman el paisaje de la mayoría de barrios obreros comenzaron esos años, cuando la población urbana en España rondaba ya los veinte millones, a construirse bien en torno a fábricas como la Seat en Barcelona, bien colindantes a estos poblados. Algunos de los cuales acabaron siendo regularizados y otros, la mayoría, derrumbados tras una intensa y victoriosa lucha vecinal contra el plan de realojo. Eran estos los bloques de viviendas en los que crecimos los nietos del éxodo rural, de ladrillo y toldo verde; hechos a medida de la unidad familiar y la organización del tiempo no productivo, estrictamente suficientes para la reproducción de la sociedad burguesa y sus instituciones.
La ciudad tal y como la conocemos tiene ya poco que ver con las ciudades y enclaves precapitalistas a partir de los que en no pocas ocasiones sería construida. Los centros urbanos han sido redefinidos, convertidos en centro comercial y escaparate de una ciudad que guarda sus miserias (no tan distintas en contenido de la descripción que hiciera Engels hace casi un siglo y medio) en las zonas de residencia obrera y que de vez en cuando saca a pasear los histriónicos resultados de la especulación y la megalomanía propias de quien es dueño de nuestro tiempo –por serlo de nuestro trabajo– y también de nuestro espacio. La ciudad capitalista integra las formas correspondientes al capital: el trabajo asalariado y la propiedad del suelo –premisa histórica transitoria del modo de producción capitalista, necesaria para la valorización del capital–, que no pueden ser ignoradas si queremos estudiar los procesos reales que tienen lugar en la ciudad y que la conforman. El mapa urbano ha crecido monstruosamente de la mano del capital financiero y el proceso de concentración de capitales. En torno al 80% de la población española se concentra hoy en las grandes ciudades, lo cual supone un aumento de aproximadamente treinta millones de habitantes respecto a la población urbana de principios de siglo.
La fusión y entrelazamiento multifacético entre el capital industrial y bancario permite, tal como señalara Lenin, una triple imbricación con la propiedad del suelo. Una operación particularmente rentable en ese sentido, perceptible en buena parte de la morfología de las ciudades españolas, es la especulación con terrenos y viviendas. Hay quien sostiene que este es el origen del problema de la vivienda, que una mayor intervención estatal podría frenar la especulación, como si esta fuera cosa distinta al parasitismo consustancial al desarrollo capitalista, como si el Estado no fuera Estado de clase. Especulación inmobiliaria son dos palabras que, conjugadas, parece imposible que no evoquen el boom de la construcción de los años noventa y principios de los dos mil. Pero un ejemplo reciente y visual de este fenómeno es la otrora denominada operación Chamartín, hoy conocida como Madrid Nuevo Norte: una macro operación urbanística como tantas otras para cuyo desarrollo la administración ha puesto a disposición del banco, la constructora y, más adelante, la sociedad inmobiliaria de turno los terrenos a edificar a precio muy por debajo del de mercado, a la vez que ha asumido la financiación de las obras y mejoras ferroviarias. La financiación pública de la mayoría de los costos de la obra y el aumento de la rentabilidad diferencial del suelo dadas las ventajas de su localización tras la reforma de la red de transportes aseguran de esta forma sustanciales plusganancias para el conglomerado empresarial antes citado.
No solo fueron los bancos los que vendieron barato a fondos de inversión como Blackstone las viviendas de las que alrededor de 700.000 familias hubieran sido desahuciadas durante la crisis de 2008, Estado mediante. Ayuntamientos como el de Madrid pusieron a su disposición ingentes cantidades de vivienda pública que hoy les permiten percibir ganancias adicionales respecto de las condiciones generales de la producción. La vivienda se configura como una mercancía tremendamente rentable, dada la composición orgánica de su capital, pero, por su precio, inaccesible a una gran parte de la clase a la vez que necesaria para la reproducción de la fuerza de trabajo y la garantía de la explotación asalariada. Esta contradicción entre facciones de la clase dominante, que parece que específicamente en nuestro país (en el que en 2018 bancos y fondos llegaron tener en propiedad más de 240.000 viviendas) se manifiesta con especial incidencia tras la última crisis capitalista, se ha venido abordando históricamente –desde que a principios del XX se aprobase la primera ley de casas baratas– a través de la intervención del Estado, capitalista colectivo, en el mercado de la vivienda. Intervención que, por lo demás, ha ayudado históricamente a rebajar la presión del movimiento obrero sobre los salarios.
El urbanismo, entendido como estrategia para resolver el problema de la vivienda, topó desde el principio con los márgenes del capitalismo, triunfador último de la remodelación urbana correlativa al desarrollo de las fuerzas productivas. El problema habitacional aparece y reaparece conforme el capitalismo ahonda en sus tendencias, conforme la ciudad absorbe al campo y ambos agonizan en sus respectivos males y miserias. La carga ideológica contenida en los islotes de realidad clasemediana que son las urbanizaciones, ensimismadas en su zona verde interior con pista de pádel y piscina, son la contraparte de los casi 11.000 desahucios del primer trimestre del año en que se prohibieron los desahucios, de la infravivienda que aún forma parte del paisaje de nuestros barrios y ciudades o del hecho de que en torno a un 85 % de los jóvenes del país no podamos emanciparnos.
La pandemia, y más específicamente los meses que duró el confinamiento de 2020, ha resaltado las carencias para la vida no solo de gran parte de los hogares de familias obreras, sino de la morfología misma de nuestras calles y nuestros barrios. Lo que subyace al hecho de que la incidencia del virus haya sido sustancialmente mayor en barrios de renta más baja va más allá de la evidente segregación de la clase por zonas en el mapa de la ciudad. A mediados del XIX, el problema de la vivienda se convirtió en problema público una vez el riesgo para la salud trascendió las fronteras sociológicas de la clase trabajadora y puso en riesgo la plusvalía capitalista. En 2021, salvar la vida de la clase es lo que ha puesto en riesgo la producción, dilema que se ha saldado con miles de muertes por contagios en el trabajo y en el transporte con el objetivo último de salvar la ganancia capitalista, punto nodal del que la ciudad y el poder burgués son garantes. Y claro que existen brechas. ¡Claro que la lucha obrera y popular puede arrancar mejores condiciones al capital! Es necesario, de hecho, crear espacios de resistencia y poder allí donde se producen las violencias del capitalismo, con la mirada larga de quien prepara las condiciones para liberar a las fuerzas productivas de las constricciones impuestas por el capital, a través de la gestión directa y colectiva de la producción.