“Cuando en el intento de exorcizar los demonios del reformismo se ha pendulado hasta el extremo opuesto, es curioso que se tiende a rechazar o a desplazar particularmente la intervención en el movimiento obrero, en el ámbito productivo. Realmente más que curioso es coherente con el carácter pequeñoburgués de quienes caen en este revolucionarismo. La centralidad del movimiento obrero es la manifestación política del reconocimiento del carácter objetivamente revolucionario del proletariado”
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Artículo escrito a finales de 2022 y publicado originalmente en el #2 de la revista.
Compañero y compañera:
Escribo esta carta desde la breve distancia que me separa de la Juventud Comunista, pues yo, como otros tantos camaradas, pasamos en el XI Congreso de los CJC, congreso al que está dedicado este número 2 del Juventud!, a formar parte de las filas del Partido. Mi intención es que sea una reflexión hacia las próximas generaciones de nuestra clase, un corto balance de lo que nos ha traído hasta la situación actual y de las conclusiones que podemos sacar para superar esta comunidad de derrota en la que aún habitamos quienes nos decimos – o aspiramos a ser – comunistas.
Marx, al describir la descomposición del movimiento revolucionario tras el fracaso de las revoluciones de 1848, decía que entre la clase obrera de Gran Bretaña y la del resto del continente no había una solidaridad de acción, sino una solidaridad de derrota. Es sin duda una descripción que sirve para el momento actual, desde la contrarrevolución en la URSS y la victoria del eurocomunismo en España. La desarticulación de las estructuras y poderes de la clase obrera en nuestro país ha discurrido paralelamente, claro, a la descomposición de su Partido Comunista. Mientras los sectores que seguían manteniendo la vigencia de los principios marxistas-leninistas se dividieron en diferentes agrupaciones, el PCE siguió un proceso irreversible que le llevó a ser una de las organizaciones promotoras de una nueva opción socialdemocracia, una socialdemocracia que hoy navega confusa en búsqueda de una refundación para mantenerse a flote.
La crisis de 2008, esa crisis que ha marcado con el fuego de la precariedad nuestras vidas, desencadenó también un proceso político-social que definió los contornos y aupó a esa nueva socialdemocracia hasta culminar en la conformación del gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos. En pleno ejercicio de gobierno estalló una pandemia que catalizó una nueva profunda crisis. La socialdemocracia ha demostrado durante este tiempo una vez más que no puede más que gobernar de acuerdo a las posibilidades que ofrece la reproducción del capital en cada coyuntura, su papel ha ido poco más allá de servir como argamasa para evitar grandes desgarros sociales y garantizar la paz social.
Es una historia que ya conocemos. Sin embargo, conviene subrayar el hecho de que tras el cierre del ciclo virtuoso, que va de una crisis a otra, de la nueva socialdemocracia, las condiciones de vida de la clase obrera son peores que en el inicio de la crisis de 2008. Sin embargo, parecen empeñados en dar gato por liebre, y si no comulgas recurren a la extorsión política, a apretar las cadenas que mantienen a buena parte de la clase subsumida en la pasividad y el cortoplacismo: que el esclavo elija entre doce u ocho latigazos. Ninguna gran transformación social en la historia se ha conseguido a través de la lógica posibilista del mal menor, todo el tiempo que estemos dominados por este conformismo será, simple y llanamente, un precioso tiempo perdido.
La socialdemocracia hoy no es ni si quiera lo que fue cuando los comunistas tuvimos que provocar una escisión general en el movimiento obrero revolucionario, allá por inicios del siglo XX (el número 0 de esta revista estuvo dedicado enteramente a esta cuestión). Al igual que entonces votan créditos de guerra, sí, pero años de integración en los aparatos del Estado de los sectores «privilegiado» de la clase obrera y de la pequeña burguesía, años de «pacto de clases» en favor del Estado del Bienestar y sobre las espaldas de los explotados de otras zonas del mundo; han terminado por desdibujar definitivamente toda pretensión de radicalidad, todo horizonte de un nuevo modelo social. El socialismo ya no es un objetivo, en todo caso es una suerte de fórmula moral que junto a la falsa concepción de un Estado neutral, cubre una política limitada a mitigar levemente los golpes brutales de las dinámicas del capital.
– Conseguir victorias inmediatas implica, si reconocemos la existencia del conflicto de clases y el carácter irreconciliable de los intereses de unos y otros, aquello que Marx definía como victorias de la economía del trabajo frente a la economía del capital.
Esta subjetividad se intensifica hoy en plena ofensiva capitalista para desvalorizar la fuerza de trabajo, esto es, empeorar aún más nuestras condiciones de vida. La entronización del «pragmatismo» es una suerte de confesión histórica, de reconocimiento de iure de lo que ha ocurrido siempre de facto. Pero este ejercicio de mitigar los golpes resulta precisamente enormemente favorable a la necesidad de remontar la tasa de ganancia de los capitalistas y a la modernización de sus mecanismos de explotación. Lo hemos visto, por ejemplo, con la Reforma Laboral y el apuntalamiento de los mecanismos de trabajo a demanda.
Conseguir victorias inmediatas implica, si reconocemos la existencia del conflicto de clases y el carácter irreconciliable de los intereses de unos y otros, aquello que Marx definía como victorias de la economía del trabajo frente a la economía del capital, es decir, implica arrebatar, conquistar en beneficio de nuestra mejora material y en perjuicio de su acumulación. Si esto no se produce no son victorias, son contenciones necesarias para garantizar el normal devenir de la sociedad burguesa.
Sin embargo, las estructuras de combate de la clase se encuentran en mínimos históricos. La hegemonía socialdemócrata de los principales sindicatos y estructuras de masas ha debilitado y entumecido progresivamente las herramientas de lucha y resistencia; subordinadas a agendas institucionales y electorales, languidecen paulatinamente. Las dinámicas del pacto social, sumadas a las campañas antisindicales de los sectores más reaccionarios, han mermado la percepción de la utilidad de las estructuras sindicales, de lucha y de representación.
El proyecto socialdemócrata ha demostrado su agotamiento a todos los niveles: renuncia a cualquier horizonte emancipador e incapacidad de conseguir ni siquiera mejoras inmediatas sustanciales. Sin embargo, estas son las consecuencia esperables de la confianza en la estrategia socialdemócrata. La contraparte, el que no se haya sido capaz de contrarrestar su hegemonía en el movimiento obrero y popular, se debe a la incomparecencia del comunismo organizado.
Volviendo brevemente hacia el inicio de esta carta, tras la victoria eurocomunista comenzó un largo proceso de escisiones y frustradas unidades entre las fuerzas que seguían manteniendo la validez de los principios del marxismo-leninismo. La metástasis del revisionismo era mayor de lo que se pensaba de inicio y fueron necesarios largos procesos de clarificación, de viejas discusiones y nuevos debates para vivificar el marxismo-leninismo a las condiciones contemporáneas.
En 2010 se produce una ruptura fundamental, el IX Congreso del PCPE deja atrás el etapismo y el sectarismo que había caracterizado todo el periodo anterior, recuperando la orientación leninista de la alianza social, del frente obrero y popular para la organización de la revolución socialista. El Congreso se celebraba dos años después del estallido de la crisis. La conjunción de dichas tesis, una creciente lucha de masas y un renovado interés en sectores juveniles de la clase en el comunismo científico provocaron un leve crecimiento y la obtención de múltiples enseñanzas tanto en el Partido como en los CJC.
Aquello colisionó con sectores del PCPE, instalados en su dirección, que realizaban una labor de zapa al despliegue de aquellas enseñanzas, de la estrategia leninista. En 2017 se rompió con aquellos sectores y nació el PCTE. El cierre definitivo de aquel periodo de ruptura llega con la celebración en 2021 del Congreso del Centenario, donde coincidiendo con el aniversario del nacimiento del Partido Comunista en España, se elabora el Manifiesto-Programa, inaugurando así una nueva etapa en la historia del movimiento comunista en nuestro país.
Hoy, al igual que tras las crisis de 2008, son cada vez más los jóvenes obreros que se interrogan, que buscan las fugas al estado de resignación y pasividad. Los hijos de dos crisis y de la precariedad, del proceso de empobrecimiento y proletarización que viene sucediendo desde hace más de una década, no pueden comulgar con el discurso aspiracional socialdemócrata, no les es creíble. Han visto ante sus ojos las consecuencias de su bancarrota, cómo avanza la reacción por todo el globo, cómo se exprime hasta la última gota de sudor y sangre de sus familiares y amigos, cómo se agudizan las contradicciones interimperialistas haciendo sonar las alarmas del conflicto generalizado… y se preguntan, consecuentemente, «¿Qué hacer?».
Al calor de lo dicho, pareciera evidente que la respuesta es: recuperar el Partido Comunista en mayúsculas, resituar un horizonte emancipador y volver a lograr victorias de las fuerzas del trabajo. Pero para que las dos últimas no sean dos instancias separadas, la conjunción de agua y aceite, la suma de un economicismo sindical y un maximalismo propagandístico, es necesario que el primero garantice el elemento que los une, que los armoniza en la simultaneidad de formas de lucha, estructuración y pensamiento con una dirección: el programa, la estrategia, o como decía el de Simbirsk: la táctica-plan.
– Nadie que se tome la revolución en serio, es decir, que no piense en ella como un juego temporal o un trampolín académico, puede pensar en prescindir o saltar por encima de la influencia burguesa sobre la clase, puede admitir no confrontar con ella ante y entre el auditorio de las masas, pues esto equivale a renunciar a organizar a la clase misma.
El Manifiesto-Programa resulta un paso decisivo porque implica la recuperación del programa independiente de la clase obrera en nuestro país hacia la toma del poder. Haber estado huérfanos de este era una evidencia de que el movimientismo era lo que gobernaba la acción política. Sin embargo, debemos estar precavidos de que la expiación de los pecados del movimientismo y el reformismo no nos lleve de premisas correctas a conclusiones incorrectas, por ejemplo: que la sed de independencia lleve a entender esta «geográficamente» en vez de en términos ideológicos. Esta errónea concepción, que postula salirse de todo aquel ámbito o espacio en el que haya una hegemonía o control de tipo socialdemócrata para crear estructuras «puras», debe ser señalada como fuente de aislamiento y de pasividad.
No hay posibilidad de superar la comunidad de la derrota sin desterrar para siempre el culto de lo marginal, que en el mejor de los casos puede tener efectos y resultados a corto plazo en determinados sectores, pero no en una perspectiva prolongada hacia la toma del poder. Independencia significa tener una teoría, un programa y una acción no subordinada a los intereses de otras clases, es decir, que exprese genuinamente el intereses de la clase obrera en superar el modo de producción capitalista y en transitar un camino para ello. En consecuencia, no hay nada de «independiente» estratégicamente en apartarse de la vida de las masas, o en renunciar a espacios de contacto e influencia que, aunque mermados, siguen siendo las mayores agrupaciones y altavoces ante la clase. Nadie que se tome la revolución en serio, es decir, que no piense en ella como un juego temporal o un trampolín académico, puede pensar en prescindir o saltar por encima de la influencia burguesa sobre la clase, puede admitir no confrontar con ella ante y entre el auditorio de las masas, pues esto equivale a renunciar a organizar a la clase misma.
Es necesario que el comunismo recupere una coherente vocación de masas, lo que implica estar dispuesto a utilizar toda plataforma y todo método de lucha que nos permita entrar en contacto, apartar de la influencia de otras clases y organizar a las masas obreras y populares. Más aun en nuestros tiempos, donde no solo la incomparecencia temporal del comunismo organizado, sino también el perfeccionamiento de los mecanismos de dominio de la burguesía, convierten en una entelequia influir sobre amplios sectores sin un proceso paciente, sistemático, tenaz y perseverante de conflicto político-ideológico.
No se puede confundir el deseo con la realidad objetiva. Una táctica y estrategia que realmente sea capaz de contestar a la pregunta «¿Qué hacer?» una vez se ha llegado a la conclusión del callejón sin salida que representa la socialdemocracia, debe trazarse tomando en consideración con estricta objetividad la estructuración de las clases, la correlación de fuerzas, las particularidad económicas, políticas y culturales de una realidad estatal y nacional dada, etc. Debe ser radicalmente contemporánea, concretarse y activarse desde los datos del presente para definir un camino que garantice el progresivo avance de posiciones en todos los dominios de la vida social.
Lo anterior, claro, debe poder expresarse en una determinada práctica política, en una acción militante que demuestre a través cada conflicto y fenómeno, a través de la propia experiencia práctica, la terrenalidad y necesidad del socialismo-comunismo. Esta acción militante rompe ya con la concepción de la acción política burguesa y socialdemócrata, alterando el sentido de su participación en los espacios de masas, que se orienta hacia la construcción de un vasto y polifacético entramado organizativo clasista en el que se desarrolla una simultaneidad de formas de lucha, donde las luchas parciales se integran dentro de una estrategia general hacia la toma del poder. Pero aunque resulte casi de Perogrullo recordarlo, este tejido, organigrama actuante de la alianza social, no puede ni imaginarse sin una infatigable labor de convencimiento de las masas. Esto exige evaluar la utilidad y la potencialidad de cada medio para llegar a las masas o para servir a otros propósitos de la preparación revolucionaria, sin autoexcluirse buscando un «afuera» que no existe o una «autonomía» que acabe siendo soledad.
Cuando en el intento de exorcizar los demonios del reformismo se ha pendulado hasta el extremo opuesto, es curioso que se tiende a rechazar o a desplazar particularmente la intervención en el movimiento obrero, en el ámbito productivo. Realmente más que curioso es coherente con el carácter pequeñoburgués de quienes caen en este revolucionarismo. La centralidad del movimiento obrero es la manifestación política del reconocimiento del carácter objetivamente revolucionario del proletariado. El carácter estratégico de su organización en el ámbito productivo, centro neurálgico de toda institucionalidad de clase, es consecuencia de que ahí es donde se organiza homogéneamente el sujeto revolucionario, de que ahí es donde se experimenta con más crudeza la contradicción capital-trabajo. Solo una fuerte y creciente presencia comunista en los centros de trabajo puede garantizar la hegemonía proletaria de la alianza social, de la unidad revolucionaria de la clase obrera con los sectores populares.
No obstante, es indudable que no basta con los «conductos» y el estilo habitual hacia el movimiento obrero, especialmente en lo referente a los jóvenes trabajadores; que es necesario buscar nuevas fórmulas, aproximaciones y mecanismos, pero presuponiendo su carácter prioritario, central. Entender en qué fase de la organización de la revolución nos encontramos es fundamental, y hoy no están ganadas para el comunismo ni si quiera las fuerzas de los sectores más avanzados de la clase obrera, la vanguardia proletaria. Conquistar a estos sectores de nuestra clase, lograr la unidad de nuestra teoría con las puntas de lanza del movimiento obrero, debe ser la «unidad» que más nos importe a los que nos arrogamos el gran adjetivo de comunistas.
La predica y el culto de la «unidad» entre «comunistas» ha gobernado durante décadas las estrategias para recuperar el Partido. Pero no puede haber unidad sin claridad de principios, y no puede haber claridad de principios sin sostener y confrontar estos en la práctica de la lucha de clases. Todo conflicto, y también toda posible convergencia, debe darse ante el auditorio de las masas. Retrotraernos a procesos de alianzas eclécticas, sustentadas solo por una indefinida voluntad o deseo común, sería, de nuevo, un precioso tiempo perdido; pero bienvenido sea todo acercamiento fruto de la claridad en el marxismo-leninismo y las conclusiones prácticas obtenidas por décadas de acción militante.
Tener una coherente vocación de masas implica, también, ser accesible, claro ante las masas, lo cual es perfectamente compatible con no rebajar el contenido de nuestra propaganda. Este es un debate que les gusta especialmente tanto a los que no quieren ser comprendidos, pues lo que quieren es articular un discurso críptico, supuestamente complejo; como a los que quieren engalanar su reformismo de aguda táctica comunicativa. Pero lo interesante del debate, olvidado en las discusiones entre estos dos sectores oportunistas, está, realmente, en que tener un discurso cercano y profundo se logra si se es capaz de concretar y validar la propuesta política comunista en los conflictos y fenómenos reales y cotidianos. Esa es, y fue siempre, la clave comunicativa y práctico-política bolchevique.
Para transitar un camino revolucionario es indispensable que el Partido Comunista sea una fuerza moderna, comprensible, familiar a los ojos de la clase, dotada de una alta inteligencia y energía social, capaz de afrontar nuevos debates, teorizaciones y coyunturas desde la firmeza de sus principios, capaz de ser un tenaz organizador a través de una disciplina rigurosa y una centralización incondicional. Es impensable ganar ni un ápice de terreno a la burguesía sin estos elementos. El poder del capital, altamente consolidado y estable, no puede ser discutido sin una acción unitaria a nivel estatal, marco esencial en el que actúa la clase dominante, sin una fuerza militante altamente cohesionada, que sigue una misma estrategia y actúa monolíticamente. El centralismo democrático, unidad constitutiva e indisoluble, es la expresión organizativa, demostrada en décadas de experiencia revolucionaria, que garantiza la ejecución de las tareas militantes en nuestra época, que garantiza la ejecución del programa y la estrategia independiente.
Porque he ahí la clave: una sola conclusión teórica fruto de la experiencia práctica en la lucha de clases contemporánea vale más que cualquier pretendido novísimo descubrimiento. Lo cierto es que no existen fórmulas mágicas, no hay respuestas ocultas que una suerte de cábala marxista va a traer a la luz alterando radical y aceleradamente el estado de cosas. Romper con la socialdemocracia y trazar un camino propio implica trabajar audaz y humildemente por recuperar el terreno y las posiciones perdidas para la revolución, recomponer política y organizativamente las fuerzas de la clase obrera, recuperar poco a poco una alternativa ilusionante cuya fiabilidad pueda ser contrastada en el día a día de los trabajadores y trabajadoras. No es, desde luego, ni un camino fácil, ni un camino rápido, pero es la única respuesta a la pregunta «¿Qué hacer?».
En estas líneas he tratado de dibujar ante el lector, ante los jóvenes obreros más conscientes, la necesidad de romper lazos con la socialdemocracia, de empezar a transitar un camino propio, y de los riesgos que corremos si para definir ese camino no partimos y nos aferramos a las conclusiones que el movimiento obrero y comunista en nuestro país – y a nivel internacional – ha ido obteniendo a lo largo de décadas de ruptura con el eclecticismo, el etapismo, el nacionalismo, el sectarismo, etc. Rearticular una fuerza militante, que edifique en torno a sí un creciente entorno, es el primer paso para superar la comunidad de derrota; pues en el abrazo de los principios, la estrategia común, la solidaridad de acción y el compañerismo, se construyen los embriones de la nueva sociedad, esto es: una comunidad de esperanza.