Este artículo podría comenzar exactamente igual a cómo lo hace el primer artículo de esta revista: relatando alguna de las muchas situaciones machistas a las que, desgraciadamente, me he enfrentado en mi vida. Podría comenzar con un relato que con toda seguridad podría suscribir mi vecina, mi madre, mi profesora y mi compañera de clase o de trabajo, así como cualquiera de las mujeres que lea este artículo. Sin embargo, y dándoles a esas experiencias la importancia que merecen, me dispongo a hablar sobre la determinación que aquellas violencias me hicieron tomar hace ya casi diez años: luchar por su desaparición.
Fue estando en el instituto cuando empecé a sentir un descontento con muchas de las cosas que veía a mi alrededor, lo cual al poco tiempo vino aparejado de la voluntad por tomar partido para cambiarlo, aun sin saber muy bien cómo. Mi voluntad de transformación social tenía parte también de, llamémoslo así, inquietudes políticas e ideológicas en materia de emancipación de la mujer. Creo que, de alguna manera, la semilla de aquellas inquietudes era una mezcla entre lo que por desgracia vivía en mi día a día y los debates que teníamos mis compañeros, compañeras y yo en el marco de clases de filosofía, ética o incluso de inglés. En las aulas de aquel instituto público de mi ciudad, era también donde un par de años antes había iniciado tímidamente mi experiencia militante en el movimiento estudiantil, de la mano de la asociación de estudiantes del centro. Aquella asociación, recuerdo, inicialmente estaba formada exclusivamente por hombres, hasta que poco a poco se fue ampliando y con ello entraron también compañeras que me hicieron ver que la militancia no era un terreno exclusivamente masculino. Aprendí con ellas a habitar cómodamente espacios que hasta el momento me resultaban algo ajenos, a afrontar situaciones como dar charlas en público, intervenir en asambleas o dirigir una sección sindical.
Poco después, allá por 2015 o 2016, siendo una adolescente pero habiendo ya vivido en mis propias carnes más de una expresión de machismo y habiendo visto a mi alrededor, entre mis amigas y compañeras, que el haber sufrido alguna situación de este tipo era la norma y no la excepción, acabé por entrar a un colectivo feminista de reciente creación formado en su totalidad por chicas de mi edad. El colectivo parecía tener mucho impacto en redes sociales, en Twitter específicamente, donde se volcaba gran parte de nuestra actividad. Entre otras cosas, realizábamos denuncias de situaciones que todas habíamos vivido alguna vez. Nos reuníamos presencialmente con bastante frecuencia y llegamos a organizar alguna charla, juntando incluso a centenares de personas. Creo que aquel éxito, que nacía de la rabia de todas mis compañeras, era sintomático de que queda mucho por hacer en materia de violencia contra las mujeres, y específicamente contra las mujeres jóvenes de la clase obrera, así como de la voluntad de una generación que quería cambiar las cosas decididamente y buscaba con ganas las herramientas para ello.
En alguna ocasión nos llegaban compañeras atravesando situaciones de maltrato, a quienes en realidad no podíamos ofrecer mucho más que acompañamiento (aunque a veces ésto fuera fundamental). La realidad es que teníamos mucha voluntad y mucha rabia dentro, pero pocos conocimientos o herramientas organizativas que nos permitieran la transformación social que anhelábamos. Teníamos también, a nivel ideológico, muchas diferencias entre nosotras que además nos impedían establecer los presupuestos ideológicos, políticos y organizativos de partida que permitieran trascender los límites del propio colectivo y su limitado marco de acción.
Lo que nos unía era ser hijas de la clase obrera, que habíamos vivido en múltiples ocasiones situaciones machistas y no habíamos encontrado, hasta el momento, el respaldo colectivo que necesitábamos. Ahí reside, considero hasta el día de hoy, lo más valioso de aquello. Lejos de renegar de esa experiencia militante, o más bien activista, y aunque a nivel ideológico creo que hay mucho que me distancia de aquel pasado, recuerdo con cariño el impulso que supuso tener el respaldo de un grupo de compañeras que, aunque inexpertas, compartíamos inquietudes y voluntad transformadora. Recuerdo que fuimos decenas y llegamos a rechazar la entrada de más jóvenes por no saber cómo encauzar tal crecimiento, por la debilidad a nivel organizativo fruto de la inexperiencia y de la heterogeneidad ideológica a lo interno de aquel grupo. Aquella avalancha de jóvenes decididas a organizarse en tanto que mujeres era, una vez más, prueba del sufrimiento y el hastío de una generación que, como nuestras madres y nuestras abuelas, vivíamos, y seguimos viviendo cotidianamente, expresiones de machismo en nuestro entorno.
No obstante, y pese a las justas y legítimas razones que me llevaron a unirme a aquel colectivo, terminé por abandonarlo al percibir como insuficientes o inadecuadas las herramientas de que disponíamos en aquel momento para la transformación que tanto ansiábamos. La no correspondencia del anhelo último de emancipación y las limitadas herramientas, la falta de acuerdo en dónde y de qué forma conseguimos las mujeres nuestra liberación, incluso la incapacidad teórica y práctica para enfrentar los problemas más cotidianos sobre los que intervenimos, acabó redundando en una sensación colectiva de agotamiento; y las que se quedaban lo hacían por fidelidad o deber moral. Afortunadamente yo pude encontrar respuestas a esas disonancias políticas, ideológicas y organizativas en el programa político comunista y en su propuesta de emancipación de la mujer.
Ser comunista y no feminista a día de hoy no significa, ni de lejos, que haya renunciado a luchar por la emancipación de las mujeres, de las mujeres de la clase trabajadora. No significa tampoco que piense ingenuamente que dentro de las frontera sociológicas de la clase obrera se haya extinguido cualquier atisbo de machismo; ni que como mujer comunista solo vea el machismo como algo únicamente reproducido por parte de mis enemigos de clase. No. Por el contrario, como mujer comunista asumo la tarea de acabar con cualquier expresión de machismo y violencia, especialmente hacia las mujeres de clase obrera y de las capas populares. Como mujer comunista asumo la tarea de luchar por acabar con el acoso laboral, el acoso callejero, los abusos sexuales, la violencia machista dentro de la pareja y otro sinfín de expresiones de machismo y violencia que reconozco como expresión del lugar en el que históricamente la sociedad de clases en general y el capitalismo en particular ha colocado a la mujer.
Como mujer comunista, además, asumo también la tarea de luchar por hacer de mi organización, y de los distintos espacios en los que intervenimos, lugares en los cuales ninguna tengamos que enfrentarnos a situaciones de discriminación. Porque además reconozco en mi organización, en el Partido Comunista y su organización juvenil, el único lugar político desde el que históricamente es posible que irradien a todos los rincones de la sociedad las nuevas formas de relacionarnos entre nosotros y nosotras, libres y en igualdad: aquellas que hagan germinar el poder social que destruya las bases sociales de nuestra opresión. Por eso como mujer comunista Asumo la tarea, junto con mis camaradas, de que cada espacio militante, de que cada espacio de lucha, sea no solo un lugar libre de violencia machista, sino también un espacio en el cual las mujeres podamos luchar por nuestra emancipación sin ser silenciadas, cuestionadas o discriminadas y de que como militantes comunistas podamos desarrollarnos políticamente en igualdad de condiciones respecto a nuestros camaradas hombres.
Renuevo diariamente este compromiso, tanto yo como centenares de mujeres y hombres jóvenes dentro de la organización, siempre bajo la certeza de que difícilmente el machismo desaparecerá dentro de los estrechos márgenes del capitalismo, pero también con la convicción de que la caída del segundo no implicará la desaparición inmediata del primero, pues sólo la planificación consciente hacia la extinción definitiva de toda concepción mercantil y fetichizada de la vida podrá acabar de una vez por todas con la lacra machista y dar paso a una sociedad fundada en la verdadera igualdad. Bajo la máxima de que ninguna discriminación puede dividir a nuestra clase (porque nuestra unidad es nuestro factor de triunfo), y con el firme compromiso de luchar por conseguir para cada mujer de la clase obrera una vida que merezca la pena ser vivida, hoy me reafirmo en mi decisión de militar en la Juventud Comunista, convencida de que es el medio para lograr nuestra emancipación. Tras años militando en los CJC, habiéndome encontrado en ocasiones en situaciones tales como ser la única mujer de mi colectivo de base o sentir en mis adentros la angustia de que ser cuestionada si ostentaba alguna de las responsabilidades en el mismo, observo orgullosa cómo las filas de mi organización se nutren cada día de más mujeres jóvenes, militantes, dirigentes y camaradas, que encuentran en los CJC, tal y como yo encontré en su día, las herramientas para luchar efectivamente por una forma de organizar la vida fundada en la igualdad y libre de toda forma de discriminación.
A día de hoy, con un pie en la finalización de un máster universitario y otra en el mercado laboral, tras años de militancia comunista y una experiencia en el movimiento estudiantil que va llegando a su fin, son muchas las vivencias que me hacen reafirmarme en la necesidad de construir un futuro mejor, radicalmente nuevo, para las mujeres de la clase obrera. Son muchas las vivencias que me permiten afirmar en primera persona que el machismo sigue vigente, por desgracia, en la mayoría de las esferas de nuestras vidas. Ser mujer comunista es renunciar a resignarte y no callar cuando un hombre te interrumpe en una cena familiar, en clase, en el trabajo o, por qué no, también en una asamblea. Por eso, frente a cada situación de discriminación, se erigen las vivencias que me hacen reafirmarme diariamente en la decisión militante que tomé hace ya siete años: cotidianamente compruebo cómo los CJC se irguen cada vez de manera más clara como la herramienta teórica y práctica afianzada en ambos niveles de manera colectiva, esta vez sí, encaminada a transformarlo todo.