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Miguel RipollRevista JuventudTomás Ferreira

100 años de la muerte de Lenin, «guía de la revolución triunfante»

By 11/03/2024abril 10th, 2024No Comments

«Con torrentes de rabia, de calumnias y de mentiras no podrán enturbiar el hecho histórico universal de que, por primera vez después de siglos y milenios, los esclavos han respondido a la guerra entre esclavistas proclamando abiertamente esta consigna: transformemos esa guerra entre esclavistas por el reparto del botín en una guerra de los esclavos de todas las naciones contra los esclavistas de todas las naciones.

Por primera vez después de siglos y milenios, esta consigna ha dejado de ser una espera vaga e impotente para convertirse en un programa político claro y preciso, en una lucha enérgica de millones de oprimidos dirigida por el proletariado; se ha convertido en la primera victoria del proletariado, en el primer triunfo en la obra de acabar con las guerras, en un triunfo de la alianza de los obreros de todos los países sobre la alianza de la burguesía de las distintas naciones, de la burguesía que hace unas veces la paz y otras la guerra a costa de los esclavos del capital, a costa de los obreros asalariados, a costa de los campesinos, a costa de los trabajadores.

Nosotros hemos empezado la obra. Poco importa saber cuándo, en qué plazo y en qué nación culminarán los proletarios esta obra. Lo esencial es que se ha roto el hielo, que se ha abierto el camino, que se ha indicado la direcciónV.I Lenin, 1921: con motivo del cuarto aniversario de la Revolución de Octubre.

Aprender a pensar como Lenin

El 21 de enero de 1924, en una hacienda rural al sur de Moscú, moría Vladímir Illich Uliánov a los 53 años. El dirigente revolucionario dejaba tras de sí un mundo que, en muchos sentidos, seguía pareciéndose a aquel que lo había visto nacer, caracterizado por una sociedad aún eminentemente campesina en la que el atraso técnico y productivo con respecto a Europa occidental se combinaba con un amplio analfabetismo y el dominio cultural de los remanentes de la servidumbre. Pero era este, a la vez, un mundo transformado radicalmente. Nada quedaba de la autocracia zarista que, hasta 7 años antes, había gobernado con el respaldo de una tradición y legitimidad política centenaria sobre buena parte del globo. En su lugar se alzaba un régimen político distinto, resultado de la toma del poder por parte del campesinado pobre y la clase obrera bajo la dirección del Partido Bolchevique. El mundo que Vladímir Illich dejaba atrás era uno en el que Lenin, el más famoso de sus seudónimos, se había convertido en una palabra repetida por millones de desposeídos de todo el mundo como sinónimo de una política consecuentemente revolucionaria, una política que ponía en el centro de toda estrategia emancipatoria la cuestión del poder político.

Lenin. Obra de Victor Mikhailovich Ladvischenko, hacia 1970.

En una época de derrota y repliegue, y por ello de recomposición del campo del comunismo, la experiencia bolchevique y el aporte teórico-práctico leninista constituyen lugares de polémica común entre quienes se sitúan el objetivo de definir las coordenadas de una estrategia revolucionaria contemporánea. Pero, para que las lecciones extraídas del pasado hagan justicia a la célebre actitud del líder bolchevique de ejecutar en todo momento el «análisis concreto de la situación concreta», el aporte leninista no puede aproximarse abstractamente, es decir, de manera unilateral. No podemos analizar el desarrollo histórico del bolchevismo, su triunfo revolucionario, su evolución y su eventual derrota, sin adentrarnos en la complejidad del desarrollo histórico real de la lucha de clases nacional e internacional y su reflejo ideológico en el seno mismo del campo revolucionario. El análisis histórico concreto debe guiar el estudio de la experiencia revolucionaria internacional de la clase. Y para evitar que, en el afán de poner de nuevo al Partido Comunista en una posición dirigente, caigamos en los viejos errores contra los que se definió y distinguió precisamente el bolchevismo, merece la pena repasar el proceso histórico y las conclusiones políticas que dieron lugar al triunfo revolucionario de Octubre.

Las condiciones históricas para el surgimiento del leninismo

La victoria de la Revolución Soviética que dio a luz al primer Estado Socialista de la historia, no fue un mero «accidente» histórico, sino la culminación de un largo proceso de lucha del movimiento obrero revolucionario que, junto a los campesinos pobres, tomaron el poder político bajo la dirección del Partido Bolchevique, que supo realizar sus tareas revolucionarias en el contexto de un nuevo orden mundial. Lenin y los bolcheviques comprendieron que, para tomar el poder en su propio país, debían en primer lugar analizar el desarrollo histórico del modo de producción capitalista hasta sus días y el papel del Imperio Ruso en el nuevo sistema internacional de relaciones imperialistas.

La civilización industrial capitalista concentrada en Europa occidental y Norteamérica, que hasta 1870 había representado el espacio avanzado de la sociedad burguesa, donde más claramente esta había conseguido imponer su modelo socioeconómico y consolidar su poder político, extendía ahora su dominio al resto del globo a través de la explotación colonial. En un fenómeno de expansión política y militar sin precedentes, los pueblos de todo el mundo habían quedado bajo el dominio de las nacientes potencias burguesas, ligados progresiva e ineludiblemente por la forma productiva capitalista y sometidos, en la mayor parte de los casos, a un régimen de explotación brutal.

A pesar de la ilusión de progreso ininterrumpido que permeaba a las respetables sociedades decimonónicas del fin de siglo, era la más cruenta de las guerras lo que se encontraba al final de este periodo. Tensiones y crisis diplomáticas, así como una constante y acelerada carrera armamentística, habían marcado todo el proceso de expansión colonial. La guerra total, extendida a lo largo de los continentes conquistados, marcaría a fuego a toda la civilización burguesa al poco tiempo de terminar el reparto del mundo. ¿Por qué se había dado este desarrollo político sin precedentes? ¿Qué era lo que motivaba la política imperialista? Y ¿qué lógica podía conectar el triunfo del mundo burgués, en el que aún resonaban los clarines emancipatorios de la época revolucionaria, y el descenso a la barbarie?

Entonces, como hoy, muchos adjudicaron el avance de las tensiones y los conflictos, y el eventual estallido de la guerra, incluso la política imperialista en su conjunto, a elementos exógenos al modo de producción capitalista. Esta era debida a la ambición personal de los grandes magnates, a la remanencia de elementos del Antiguo Régimen, a la agresividad de la autocracia alemana o a la agresiva política comercial del Imperio Británico. Entonces, como hoy, los perdedores del reparto imperialista clamaban contra la tiranía de quienes se habían hecho con el control político y comercial del planeta. Y entonces, como hoy, tras los estandartes sagrados de la libertad y la democracia, se mandó marchar a cientos de miles de trabajadores a la masacre.

A través del estudio científico y el esclarecimiento teórico, la intervención de Lenin y los bolcheviques pretendió descifrar las claves sistémicas tras las que se escondían las razones de la violenta trayectoria tomada por el orden social capitalista. Esta no era una «desviación» del normal desarrollo de la sociedad burguesa, sino el resultado lógico de la acumulación y concentración de capitales ya estudiadas por los padres del comunismo científico. La concentración y centralización de la producción en unas pocas grandes empresas, el surgimiento del capital financiero y la sobreproducción de capitales eran procesos estrechamente ligados con el normal desarrollo de la producción capitalista, pero habían resultado en condiciones políticas y económicas nuevas. Frente a la exportación del capital mercantil, ahora dominaba la exportación del capital financiero, impulsada por una gran burguesía necesitada de iniciar el proceso de reproducción capitalista en nuevos espacios a fin de mantener su competitividad y evitar la crisis de sobreproducción. Y los Estados, garantes de la reproducción capitalista, dependientes del capital financiero y en estrecha relación política con la gran burguesía de sus respectivas naciones, competían por el control, político, económico y militar, de todo el globo. Acabado el reparto del mundo, la guerra se convertía en la única forma de desplazar a una potencia y ocupar su espacio.

Aquella guerra, la Gran Guerra o Guerra Mundial, había también dividido al movimiento socialdemócrata revolucionario, vanguardia política del proletariado. De la mano de la consolidación de la sociedad burguesa y de la expansión de los mecanismos de su dominio, algunos de los sectores más beneficiados de la clase obrera habían comenzado a ser integrados económica y culturalmente en la comunidad de la burguesía, proceso favorecido por las superganancias obtenidas de la explotación imperialista, mientras sus dirigentes eran incorporados a la gestión política del Estado. Primero, como oposición legal, representantes de los intereses estrictamente económicos de la clase obrera frente al Estado; después, como gestores directos de la estructura burocrática y militar destinada a asegurar los fundamentos políticos de la sociedad burguesa y la reproducción ampliada del capital. Ante el estallido de la guerra, lo que podían parecer cuestiones de detalle se convirtieron en discrepancias de principio y los partidos socialdemócratas se partieron en dos. En un campo militaban aquellos que se habían alineado bajo la bandera nacional de sus respectivos Estados, apoyando el esfuerzo bélico y el disciplinamiento militar de la clase obrera. En el otro se encontraban aquellos que, opuestos a la participación bélica, acabarían llamando a convertir la guerra interimperialista en guerra civil revolucionaria.

Preparar el Partido para organizar la revolución

En este último campo militaba Vladímir Illich Lenin. Y en este es donde se consolidaría el movimiento que, conforme la carnicería desatada mostraba el verdadero carácter de la guerra, supo aprovechar y dirigir el estallido de descontento, comenzado con una manifestación de mujeres trabajadoras un 8 de marzo de 1917, que acabaría por sacudir hasta los cimientos a todas las sociedades a lo largo del planeta. Sobre la base de las conclusiones de Marx y Engels en torno a la Comuna de París, sobre las experiencias extraídas del desarrollo de la socialdemocracia revolucionaria al calor de la lucha de clases, y sobre los análisis científicos de la nueva época monopolista –imperialista– del capitalismo, Lenin y los bolcheviques definieron las tareas urgentes que debían llevar a cabo los comunistas así como el único objetivo estratégico del que debían estar todas ellas derivadas: preparar a la clase obrera para la toma del poder.

Para ello era necesario, como ya en su momento plantearon Marx y Engels, la existencia de un centro político capaz de dirigir el proceso revolucionario sobre las bases del comunismo científico. Pero para esto no valían los partidos de masas de la II Internacional, cuya bancarrota había puesto de manifiesto no solo su claudicación ideológica, sino también sus limitaciones político-organizativas. Era necesario, tal y como Lenin esclareció y defendió ante su propio partido y ante la Internacional Comunista, un Partido de Nuevo Tipo. Un partido de cuadros, con independencia política, ideológica y organizativa, regido por el centralismo democrático y altamente movilizado y profesionalizado. En estrecha ligazón con la clase, debía ejercer su papel de vanguardia utilizando todas las expresiones de opresión del capital para demostrar la necesidad de la lucha política revolucionaria por el socialismo-comunismo.

Este Partido tampoco podía ser, como lo habían acabado siendo los grandes partidos socialdemócratas, un partido nacional, es decir, separado en su estrategia y organicidad del resto del proletariado revolucionario internacional. El desarrollo y expansión imperialista había convertido el mundo en una arena en la que los Estados y sus monopolios competían ferozmente en un contexto de interdependencia y desarrollo desigual, un sistema que constituía y constituye la concreción política de la dominación internacional del capital. No es posible consolidar a largo plazo las relaciones de producción comunistas en uno o unos pocos países sometidos a un asedio político, económico y militar permanente por parte de las potencias imperialistas que buscan la apertura de mercados y la explotación capitalista de sus recursos. Pero el estallido sincronizado de la revolución mundial constituye también una entelequia. Esta, como señalaron los bolcheviques, estallaría primero allí donde el dominio de la burguesía fuese más débil, ya por estar menos consolidado su poder, ya por verse sometido a una crisis general. El comunismo no tenía más remedio que ir arrancando trozos, liberando regiones, del dominio capitalista.

Así, tras la victoria de la Revolución de Octubre, los nuevos Partidos Comunistas que se conformaron siguiendo la estela del bolchevismo lo hicieron como secciones de la nueva Internacional Comunista, centro político del proletariado revolucionario internacional. Asegurando el funcionamiento de sus secciones de acuerdo a los principios y objetivos del comunismo científico, esta debía analizar el desarrollo internacional de la lucha de clases y la posición y fuerza de los distintos grupos políticos y sociales. Así debía dirigir el impulso revolucionario de forma coordinada y precisa, consolidando la solidaridad y acción internacional del conjunto de la clase obrera.

Pero estos nuevos Partidos no se organizaban de una forma distinta a las organizaciones socialdemócratas sólo al nivel de su coordinación internacional, sino en cada célula y organización de base. La experiencia rusa y la posterior oleada revolucionaria de 1918-1923 habían revelado la forma política de la dictadura del proletariado, el soviet o consejo obrero, y el espacio de organización de este poder de clase: el centro de trabajo. Allí donde la clase obrera es socialmente constituida y se encuentra en directa oposición al capital. Allí donde, debido a su papel en la producción, encuentra su fundamento material la potencialidad revolucionaria del proletariado, su capacidad de convertirse en clase poseedora y dirigente de la producción social.

El objetivo estratégico del comunismo, organizar a la clase obrera para la toma del poder, y la integración corporativa del movimiento económico espontáneo en el aparato estatal en la época del imperialismo exigían una nueva forma de organización alejada de las secciones territoriales de la socialdemocracia. Las células comunistas debían organizarse prioritariamente en los centros de trabajo, orientadas a combatir la influencia del reformismo en el movimiento obrero y dirigir el conjunto de su lucha bajo la estrategia revolucionaria. Los comunistas debían asegurar que cada combate, huelga y conflicto no veía su energía diluida en las estrechas aspiraciones de la conciencia económica, encerrada en el círculo vicioso de la lucha por el salario, sino que se concretaba en avances políticos, ideológicos y organizativos en la preparación revolucionaria de la clase.

En una época de guerra mundial, crisis económica y transformación social, en la que un marxismo fosilizado, purgado de su contenido revolucionario, presidía la traición de la II Internacional, Lenin supo definir y dirigir la rearticulación de la tradición y el proyecto revolucionario de la clase obrera. Frente a quienes sucumbieron a la histeria nacionalista, levantó una trinchera guiado por la claridad estratégica y los principios revolucionarios del comunismo, dotando a la clase obrera de las herramientas para comprender la conexión entre los grandes eventos de la política internacional y la reproducción impasible del modo de producción capitalista. Con plena confianza en las masas y convencido de que sólo éstas podían protagonizar la construcción del socialismo-comunismo, ayudó a redefinir las formas político-organizativas del partido de vanguardia a partir de la experiencia histórica práctica de la socialdemocracia revolucionaria, esclareciendo la relación entre espontaneidad y conciencia y estableciendo la forma y proceso de la fusión del comunismo científico con las masas. Y liderando el triunfo de la Revolución Soviética y el establecimiento del primer Estado Socialista de la historia, proporcionó una experiencia histórica inestimable al conjunto del proletariado revolucionario.

A 100 años de su muerte, honrar la memoria de Lenin y la de los miles de comunistas consecuentes que, contra todo pronóstico, se atrevieron a romper el hielo es reactivar, desde los presupuestos del presente, el potencial revolucionario del comunismo. Es repasar y recuperar las enseñanzas del bolchevismo para su sustanciación en una práctica revolucionaria contemporánea. Es recuperar el hilo rojo de la tradición revolucionaria para continuar tejiendo la bandera de lucha del proletariado. Aquella que, como bien sabía Lenin, no podía apuntar, entre los cantos de sirena de la socialdemocracia y la barbarie del imperialismo, más que en una sola dirección: la toma del poder por la clase obrera.