Como se ha comentado en diversos artículos de este número, el capitalismo mundial sufrió una dura crisis de sobreproducción y sobreacumulación de capital entre 2008 y 2014, conocida como la “Gran Recesión”, a la que siguió una fase de reanimación, durante la cual la producción fue recuperando poco a poco su nivel anterior. En el conjunto de la economía mundial sobrevino un corto auge durante el que fueron madurando las condiciones para una nueva crisis, cuyos primeros síntomas se manifestaron ya en la segunda mitad de 2019 y que, finalmente, fue catalizada por la pandemia de la COVID-19 en 2020.
En el seno de la burguesía y de los gobiernos que la representan se conformaron dos tendencias (…) Una de ellas, se manifestó abiertamente a favor del “cosmopolitismo del capital”. La otra, abrazó un nuevo “proteccionismo” y formas de nacionalismo económico.
La nueva crisis capitalista, en la que aún nos encontramos, sacudió la economía mundial y agudizó todas las contradicciones. En las hemerotecas de los años 2020 y 2021 podemos encontrar declaraciones de los principales líderes del capitalismo mundial alabando la intervención del Estado en la economía. No es sorprendente, si partimos del carácter de clase del Estado, en todo momento y lugar, y de que las potencias imperialistas se hallan inmersas en una nueva lucha por el reparto de un mundo ya repartido.
En el seno de la burguesía y de los gobiernos que la representan se conformaron dos tendencias. Una de ellas, ocupando una posición superior, se manifestó abiertamente a favor del “cosmopolitismo del capital”, reflejando en lo ideológico que sus intereses están directamente asociados a la exportación de capitales. La otra, cuyos intereses dependen en mayor medida del mercado interno de su país, abrazó un nuevo “proteccionismo” y formas de nacionalismo económico. Evidentemente, entre uno y otro sector no existe una muralla china y ambos sectores se mantienen unidos en defensa de sus intereses como clase dominante.
Sitúo esta breve introducción para advertir de que no se puede separar el debate político de lo que sucede en la base económica de la sociedad y de los intereses de clase que están en juego. En esa disputa, ninguna categoría económica o política resulta neutral desde un punto de vista de clase. Veamos, por tanto, qué sucede con el asunto de la “desindustrialización”, en el que confluyen desde posiciones de extrema derecha hasta la socialdemocracia.
La llamada “desindustrialización” está estrechamente ligada a la exportación de capitales que caracteriza la fase imperialista del capitalismo, en la que la burguesía monopolista acumula enormes masas de capital que no puede ser reinvertido de manera suficientemente rentable en el mercando interior. Nace entonces la necesidad de exportar ese capital a otros países. Un capital que es “capital sobrante” no porque no pueda ser reinvertido en el país, sino porque otorgar su inversión en otros países reporta mayores ganancias. Esa mayor rentabilidad está determinada por diferentes factores: las diferencias salariales entre el país exportador de capitales y el receptor, el acceso a nuevos mercados por parte de los monopolios, la ausencia de barreras arancelarias, etc.
La exportación de capitales es la base de la “desindustrialización” de los países que después de la II Guerra Mundial ocuparon las primeras posiciones de la pirámide imperialista. No se trata de un fenómeno nuevo. Es una manifestación de las leyes que rigen el desarrollo de la economía capitalista en su fase imperialista.
En ese sentido, el capitalismo español no ha seguido una tendencia diferente a la experimentada en el resto de países capitalistas. En un estudio titulado La desindustrialización de España en el contexto europeo, publicado hace unos años por el “think tank” Funcas, se reflejan los siguientes datos sobre la evolución de la participación de la industria en el empleo:
- En España, el porcentaje de trabajadores en la industria sobre el empleo total se situaba en torno al 21% a principios de los años 80, y disminuyó hasta el 12% para el año 2013.
- En Francia, el porcentaje de trabajadores industriales sobre el empleo total se situaba en 1970 en un 25%, y en el año 2013 pasó a representar un 11%.
- En Alemania pasó del 35% en el año 1970 al 18% (aunque hay que tener presente la anexión de la RDA y su influencia).
- En Estados Unidos, la población empleada en la industria en los años 50 representaba un 35% de la fuerza laboral, y pasó a representar un 15% en el año 2015.
Si el capitalismo español no ha seguido un desarrollo sustancialmente distinto al de otros países capitalistas desarrollados, ¿por qué tanto ríos de tinta con el fenómeno de la “desindustrialización” en nuestro país? Veamos.
La crisis capitalista mundial iniciada en 1973, conocida como Crisis del Petróleo, impactó en la economía española de forma tardía pero intensa. En pleno declive del franquismo, el sector más pujante de la oligarquía española, al mismo tiempo que preparaba las condiciones para una transición pactada a la democracia burguesa, tejió una serie de alianzas internacionales, entre ellas el ingreso en la por entonces Comunidad Económica Europea. Se trataba de los mismos sectores que habían pujado por superar la fase de autarquía económica, pues necesitaban reinvertir los cuantiosos capitales acumulados a sangre y fuego en las primeras décadas del franquismo fuera de nuestras fronteras, esto es, necesitaban exportar esos capitales.
La llamada “reconversión industrial” de los años 80, iniciada con el Gobierno de la UCD y culminada con los Gobiernos del PSOE, como se ha comentado en la entrevista a Luis López, trajo consigo la privatización del sector público franquista y la reestructuración de la base productiva del país sobre la base de una creciente exportación de capitales, en forma de Inversión Extranjera Directa. Esa exportación de capitales no fue unilateral, sino que en el marco del ingreso en la alianza interestatal imperialista de la Comunidad Económica Europea (germen de la actual Unión Europea), también hubo un incremento de la exportación de capitales de monopolios extranjeros hacia España.
La “reconversión industrial” supuso un duro golpe para la clase obrera, que desde los años 60 venía desarrollando una intensa lucha de clase y conquistando importantes derechos económicos y políticos. Se trató de un proceso de modernización del capitalismo español. Y modernización, en el capitalismo, no significa otra cosa que cambiar lo que deba ser cambiado para incrementar la tasa de explotación de la clase obrera, aumentar la tasa de beneficio de los monopolios y colocar a la burguesía monopolista en una mejor disposición de exportar capitales y participar activamente en el reparto del mercado mundial. La clase obrera libró importantísimas luchas de resistencia contra la “reconversión industrial”, demostrando una enorme combatividad (minería, astilleros, metal…). Pero en ausencia de un proyecto político independiente, tendente a la superación del capitalismo, fue derrotada.
Y ahí, en la ausencia de un proyecto político independiente, está la clave del debate sobre la “desindustrialización”, al igual que lo está en cuanto a la política de nacionalizaciones. Todo ello, relacionado con la espectacular intensificación de las contradicciones interimperialistas que estamos viviendo.
Hoy, sectores de la vieja socialdemocracia y, por supuesto, los oportunistas que han mutado en nueva socialdemocracia, sitúan una especie de añoranza de los tiempos pasados. Aquellos tiempos en que existía una poderosa clase obrera industrial organizada sindical y políticamente, sobre cuyos lomos aspiraban a galopar hacia la construcción de un Estado del Bienestar similar al construido en otros países capitalistas europeos tras la II Guerra Mundial. Sitúan la consigna de la “reindustrialización” sin cuestionar las bases de un capitalismo monopolista que la impide, al igual que decían defender un Estado del Bienestar que contribuyeron decisivamente a dinamitar. Tratan de sorber al mismo tiempo que soplan.
Por otra parte, también se expresan políticamente a favor de la “reindustrialización” aquellos sectores de extrema derecha que aspiran a representar –y en buena medida lo hacen– a la burguesía que no se encuentra en condiciones de participar en el reparto de los mercados internacionales y sueña con un nuevo auge proteccionista, en el que “papá Estado” los defienda de competidores foráneos en la disputa por el mercado interno. Estos sectores agrupan tras de sí a amplios sectores de la pequeña burguesía, que con las sucesivas crisis capitalistas se encuentran ante la amenaza de su propia desaparición como clase o que, en algunos casos, aspiran a escalar posiciones para engrosar las filas de la burguesía mayor de edad.
Finalmente, nos encontramos con los sectores de la burguesía imperialista que lideran la exportación de capitales y se hallan amenazados por el incremento de las tensiones internacionales que, tal y como se ha demostrado en Ucrania, han pasado de la mera guerra económica y comercial a un enfrentamiento militar directo. A los intereses de estos grandes capitales responde el discurso sobre la necesidad de “acortar las cadenas de valor”, que seguramente todos hemos leído y escuchado durante los últimos años. Se trata de replegar los capitales exportados a zonas del mundo en disputa, que han dejado de ser seguras para el capital, y que deben ser reinvertidos en el mercado interno o en nuevas zonas en disputa a una tasa de ganancia conveniente.
Todos ellos, de repente, han confluido en una u otra medida en la defensa de una suerte de “capitalismo nacional”, más o menos “de Estado”, que refleja los intereses contradictorios de la burguesía, la pequeña burguesía y de los sectores de empleados que desempeñan el papel tradicional de la aristocracia obrera. Todos ellos ocultan o ignoran que no es posible dar marcha atrás en la rueda de la Historia y que todo proyecto político que lo pretenda se sitúa de lleno en el campo de la reacción, arrojando arena a los ojos de los trabajadores y trabajadoras para hacerlos luchar bajo pabellón ajeno.
Al igual que no nos dejamos engañar por el falso discurso burgués de las nacionalizaciones, que tan sólo representa una vieja práctica de capitalismo monopolista de Estado para salvar a sectores de la burguesía, tampoco nos dejamos embaucar por los falsos cantos de sirena de la “reindustrialización” capitalista.
Tal y como consta en el Manifiesto-Programa del PCTE, el pueblo español se liberará de las cadenas de la explotación capitalista a través de la socialización de los medios de producción, de la planificación central de la economía y del poder obrero. Tomando en sus manos los medios de producción concentrados, la clase obrera está en disposición de satisfacer las necesidades populares, planificando la producción en función de esas necesidades, determinadas en relación con el desarrollo de las fuerzas productivas, y asegurando un desarrollo socialista armónico que implique la necesidad de preservar el medio natural.
Sólo el poder obrero liberará las fuerzas productivas de las trabas impuestas por las relaciones capitalistas para desarrollar la producción industrial en todos los sectores de actividad y garantizar con ello las necesidades populares de alimentación, vivienda, suministro de energía, transporte, disfrute de las artes, los deportes y las ciencias; garantizando en la vida la igualdad de la mujer trabajadora para participar en la vida económica y social sin discriminaciones; y en la que la infancia, la vejez y las personas con discapacidad para el trabajo disfruten del producto social y vean satisfechas sus necesidades.