Los jóvenes obreros, los hijos de familias trabajadoras, somos también los hijos de dos crisis. Desde muy jóvenes hemos tenido que soportar y escuchar que vivimos tiempos difíciles, que nos tocaba sacrificarnos, que aquello era pasajero o, incluso, que si sobrevivíamos entre trabajos temporales y salarios irrisorios que no nos daban ni si quiera para tener una vivienda propia, era culpa nuestra porque algo no habíamos hecho bien.
Ser hijos de obreros y obreras es lo que no habíamos hecho bien. Esa es la marca que llevamos en la frente. La misma que llevaron nuestros padres y madres, abuelos y abuelas, cuando se deslomaban en la obra, en el campo, en la oficina, en la fábrica o limpiando las casas de los señoritos. La pandemia aceleró una nueva crisis que hoy se ha convertido en la confirmación definitiva de que aquella realidad que nos vendían como pasajera no lo era, que había venido para quedarse, que nosotros y nosotras éramos solo la avanzadilla de una pauta vital que hoy se extiende como una mancha negra sobre toda la clase trabajadora.
Es la mancha de la flexibilización del trabajo, el avance del trabajo a demanda en el que nos convertimos en mano de obra a plena disposición de las necesidades de los empresarios, con lo que ello implica de cronificación de la temporalidad e inestabilidad. Si no estamos en un trabajo de corta duración, parcial o discontinuo, estamos estudiando la carrera, en unas prácticas o en un nuevo curso. Porque el paro o inactividad crónica es el reverso, un paro que nos fuerza a mantenernos callados y con la cabeza gacha en el puesto de trabajo mientras se incumplen todo tipo de medidas de seguridad, a producir sin descanso en un clima de evaluación y vigilancia constante de nuestro rendimiento, a una competición curricular con sus correspondientes costes añadidos.
Prisioneros de una secuencia permanente entre el trabajo y los momentos de preparación o descanso vinculados al mismo. Prisioneros entre el curro precario, la formación y el paro. Fatigados y frustrados en una realidad que exige de altos sacrificios, de continúas batallas para no poder ni si quiera, dado el alto coste de la vida, tener un proyecto de vida propio y a futuro. Insatisfechos y cansados en una vida acelerada en la que a pesar de los esfuerzos seguimos dependiendo económicamente de familiares y amigos o pasando apuros para llegar a final de mes. Ansiosos y aburridos en un clima de belicismo, represión, inseguridad y falta de tiempo para nosotros y los nuestros.
Somos prisioneros de una vida bajo el signo de la crisis, pues de qué manera se podría definir a una forma de vida en la que se acumulan colas de hambre, guerras y dónde el suicidio es la primera causa de muerte entre los más jóvenes. Los periodos de recesión cíclicos y endémicos y las nuevas formas de explotación son solo una manifestación brutal de un modelo socioeconómico, el capitalismo, caduco y criminal, que se construye sobre la base de violencias diarias y constantes, un sistema en el que la riqueza y el beneficio de unos pocos es la explotación y miseria de millones.
Por ello es tiempo de prender en llamas esta cárcel, saltar sus muros y salir a la calle. Es tiempo de que la rabia, esa que se acumula por generaciones, no se evapore en resignación, sino que se transforme en respuesta. Es tiempo de señalar a nuestros carceleros y comenzar a hacerles sentir miedo a ellos, a los capitalistas que se enriquecen de nuestra explotación y los gestores a su servicio. Desde la pata izquierda, que ha tratado de convencernos de que existía una posible vida digna y justa dentro de este sistema para luego gobernar según los márgenes de posibilidad que le permitían los intereses de los grandes capitalistas; hasta la pata derecha, esos señoritos y reaccionario que hoy promueve una feroz campaña para acabar hasta con los más básicos derechos de nuestra clase.
Es o ellos o nosotros. Por eso, si sus violencias son diarias y constantes, naturalizadas como algo inevitable, nosotros debemos responder cada día, cada hora; desde cada fábrica y polígono, desde cada campus y facultad, desde cada instituto, plaza y barrio. Frente a la paz social de la socialdemocracia, una forma de mantenernos adormecidos sufriendo en silencio los ataques cotidianos; frente a la reacción envalentonada que quiere enfrentarnos entre nosotros… Esta vez no nos encontrarán con las manos abiertas, esta vez nos encontrarán con los puños cerrados.
Porque ya es hora de que en el periodo que se abre de respuesta a la nueva crisis empecemos a transitar nuestro propio camino. Un camino que será largo pero que es el único que puede llevarnos a la transformación radical de esta realidad. Comenzar a dejar de ser esclavos con vidas sujetas a lo vaivenes del capital y empezar a ser dueños de nuestros destinos implica hacer una política propia. Una política que nazca de nuestros espacios de vida y trabajo, construyendo un tejido organizativo que sea un dique de contención a sus medidas y agresiones, un poder propio que inicie el contrataque y vuelva a hacer hondear en lo alto de cada edificio la bandera roja como símbolo de guerra a su sistema y de esperanza por una nueva sociedad. La revolución no es una entelequia, no es algo que hay que aguardar, es algo que se disputa aquí y ahora, y esperar a mañana, ya es llegar tarde a la cita.