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Javier MartínRevista Juventud

Proletario que mueres de universo: breve historia de las Internacionales Obreras

By 23/11/2021junio 10th, 2022No Comments

Ese “Proletario que mueres de universo” es un verso de César Vallejo incluido dentro de su poema Himno a los voluntarios de la República. En él el poeta peruano saluda el ejemplo de los milicianos, de los trabajadores y trabajadoras de todo el mundo que sintieron aquella batalla como suya, y no erraron. Saluda el más alto ejemplo de Internacionalismo Proletario que ha contemplado hasta el día de hoy la humanidad: las Brigadas Internacionales, organizadas desde la Internacional Comunista. 

Pero hemos comenzado esta historia casi por el final y es de justicia que nos retrotraigamos a los inicios: en un llamamiento de los obreros ingleses a los franceses publicado el 5 de diciembre de 1863, los primeros señalan la necesidad de aunar fuerzas en apoyo a la insurrección polaca y como necesidad de las clases trabajadoras para contrarrestar la costumbre de los capitalistas de amenazar a los huelguistas con la contratación de trabajadores de otros países para sustituirles. Aquel llamamiento provocó “un vivo movimiento de agitación en los talleres y fábricas de París” (Carlos Marx, Franz Mehring). Los obreros franceses reaccionaron enviando una delegación que haría entrega de la respuesta. Para recibirla se convocó el 28 de septiembre de 1864 un mitin en el St. Martin Hall. Allí nació la Asociación Internacional de los Trabajadores, la Primera Internacional: “Las clases obreras volvían a dar, manifiestamente, señales de vida”. 

 

Barricadas en Schutzen Strasse, Berlín, durante los levantamientos de noviembre de 1918, Autor desconocido

La Liga de los Comunistas y la infancia del movimiento obrero

Y es que aquella perentoria necesidad fue ya anteriormente sintetizada en una consigna en vísperas de la revolución de 1848: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”, pero entonces fueron pocas las voces que contestaron. Los padres de la consigna son también los padres del comunismo científico: Karl Marx y Friedrich Engels. Las cabezas más destacadas del movimiento obrero ya habían señalado la esencia internacionalista de la clase obrera: el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas se producía a escala histórico-universal, generando con ello una masa de desposeídos, el proletariado, con los mismos padecimientos en todas las naciones. El proletariado conforma, en consecuencia, una comunidad de intereses y su emancipación definitiva no puede darse hasta que no se produzca un control y dominio colectivo y consciente de los medios de producción a escala mundial. El internacionalismo es por tanto el espíritu mismo de la clase obrera, no una mera posibilidad, no un ardid retórico. 

Aquella consigna cerraba el Manifiesto Comunista, el “cantar de los cantares” del comunismo en expresión de Stalin. Un documento que nacía del acuerdo del segundo congreso de la Liga de Comunistas y que era la conclusión teórico-política de una primera etapa del movimiento obrero, una que culminaría prácticamente en 1848 – 1849. Sucesos revolucionarios en los que la clase se lanzó a las barricadas gobernada aún por el espectro de la revolución francesa de 1789, débilmente organizada en sectas de conspiradores o como mero apéndice de la democracia pequeñoburguesa y con un horizonte revolucionario todavía confuso. El proletariado asomó a la historia su perfil propio en los últimos compases de las revoluciones burguesas europeas, dejó clara su pretensión de transformación social marchando bajo el lema: “¡Vivir trabajando o morir combatiendo!”; pero era aún sumamente débil. 

En 1852 la Liga de los Comunistas cesó su actividad. El movimiento obrero necesitó casi diez años para recomponerse del quebranto de 1848 – 1849. Durante aquel periodo, sin embargo, se vivió un acelerado proceso de desarrollo de la gran industria en todo el continente, madurando las condiciones para un conflicto cada vez más abierto entre las dos principales clases de la sociedad moderna. El conflicto fue espoleado por la crisis mundial de 1857 que inició una oleada de huelgas, especialmente en Inglaterra, que orillarían en el ya mencionado mitin de St. Martin Halls.

La Primera Internacional (1864 – 1876),  la lucha por la hegemonía y la primera gran batalla

El desarrollo económico había amplificado y unificado a la clase proletaria, cuestión era ahora de estructurarla políticamente. Marx, que por aquel entonces se encontraba plenamente dedicado a sus trabajos científicos, recibió una invitación para sumarse a las tareas del recién nacido comité de la AIT y como militante abnegado del movimiento obrero no dudó ni un momento en acudir a la cita. 

Fue Marx quien se encargó de redactar el proyecto de Manifiesto Inaugural. El de Tréveris sabía que no era posible utilizar el mismo lenguaje audaz y revolucionario del Manifiesto Comunista. En 1864 el movimiento obrero se había engrandecido pero desde el punto de vista ideológico estaba varios pasos por detrás del grupo de vanguardia para el que en 1848 escribió el Manifiesto. No obstante, al igual que entonces, y a pesar de los pequeños compromisos y de la necesidad de suavizar la forma, el Manifiesto Inaugural rompía con el utopismo, reformismo y doctrinarismo de la infancia del movimiento obrero, traducía en teoría el movimiento real, resaltaba los intereses generales del proletariado de todos los países y mostraba las enseñanzas que la clase debía sacar del periodo revolucionario de 1848. En un ejercicio magistral de materialismo dialéctico, Marx extraía de la propia práctica social las tesis fundamentales que él ya había fijado en letras doradas en el Manifiesto Comunista, las tesis de que del antagonismo entre las clases y de la voluntad de emancipación de la clase obrera se desprendía la necesidad de: 1) la constitución del proletariado como partido político independiente, 2) la toma del poder político.

El movimiento obrero comenzaba a dejar atrás su infancia, pero para que entrase plenamente en una etapa más madura aún era necesario confrontar las teorías pequeñoburguesas presentes en su interior, esencialmente el “proudhonismo” y el “bakuninismo”. Los años de la Internacional son años de batallas ante un creciente auditorio de masas, pues cada año crecía en popularidad entre los obreros del mundo. En los primeros congresos de la AIT: Ginebra (1866) y Lausana (1867), asistimos a un intenso enfrentamiento con los discípulos de Proudhon que, entre otras cuestiones, rechazaban las tesis de la propiedad colectiva de los medios de producción, de la abolición del trabajo asalariado y querían encerrar a la clase en la estrecha esfera de la política nacional. 

En el tercer Congreso en Bruselas (1868) se rompió definitivamente con la “Liga de la Paz y la Libertad”, organización burguesa pacifista. De aquella alianza el principal valedor era Mijaíl Bakunin. Ante la ruptura el pensador ruso decidió crear la “Alianza internacional de la democracia socialista”, destinada a convertirse en una Internacional dentro de la Internacional. Comienza así una larga etapa de lucha entre el comunismo y el anarquismo, que rechazaba el periodo transitorio de la dictadura del proletariado, que se oponía a toda lucha política de la clase dentro de la sociedad burguesa, que desplazaba el sujeto revolucionario del proletariado al lumpen-proletariado y que negaba el carácter de masas de la revolución en defensa, de nuevo, de la conspiración y el sectarismo. 

El Consejo General de la Internacional rechazó la existencia de una segunda entidad internacional dentro de la Internacional y remitió a Bakunin a los estatutos: su organización debía transformarse en secciones. Sin embargo, continuó actuando de manera secreta. Se llegó así al Congreso de Basilea (1869), celebrado tras un año de intensas huelgas, de “guerra de guerrillas entre en el capital y el trabajo” (Relación del Consejo General). En este Congreso, en el debate sobre la propiedad, vencieron definitivamente las posiciones colectivistas – comunistas – acabando así con la prehistoria teórica del movimiento obrero: el proudhonismo. Después de él, sin embargo, se agudizaron las intrigas secretas de Bakunin contra el Consejo General y contra el “comunismo autoritario” de Marx. 

En los años siguientes tuvieron lugar dos hechos que cerraron este periodo definiendo la hechura característica de las dos conclusiones prácticas con las que se inauguraba. El primero es la Comuna de París (1871), que aunque no fue organizada directamente por la AIT, fue sin duda su hija espiritual. La Comuna, como será más profusamente analizado en otro artículo de esta revista, mostró cómo el proletariado debe constituir, una vez tomado el poder, su propio órgano estatal para iniciar el periodo de transición revolucionaria. Y demostró también el error de detenerse a mitad del camino, de no proceder al control y socialización de los medios de producción, de no acabar con sus enemigos y llevar hasta el final la guerra civil revolucionaria, de no contar con un fuerte partido propio. 

El segundo es el Congreso de la Haya (1872), que expulsó a Bakunin y coronó la victoria del marxismo en el movimiento obrero, ratificando sus postulados sobre la acción política de la clase y refrendando la necesidad de la centralidad y unidad del partido independiente del proletariado. El Congreso de la Haya fue, no obstante, el último de la Internacional. La intensa persecución de todos los Estados capitalistas, las intrigas y los cambios que se iban produciendo en el movimiento obrero, obligaban a un repliegue temporal. En 1876 el Consejo General anunció desde Nueva York que la Primera Internacional había dejado de existir.

El imperialismo y el nacimiento de la II Internacional (1889 – 1914)

El 14 de marzo de 1883 falleció Marx, Engels pasaba a ser la cabeza principal del proletariado. El papel de Engels durante los años posteriores será fundamental para que el marxismo se convierta en la teoría hegemónica en el movimiento obrero. Sus trabajos y artículos, particularmente el Anti-Dühring, tuvieron una enorme difusión y fueron el principal alimento teórico de la nueva generación de marxistas.

El movimiento obrero, después de la derrota de París, era iluminado por una nueva luz de aurora. De la otrora dispersión política y eclecticismo ideológico se pasaba a la constitución de los grandes partidos socialdemócratas nacionales y los grandes sindicatos de industria. Sobre los cimientos de las tesis del Congreso de la Haya se constituían en diversas naciones partidos autónomos de la clase. Así ocurría en Francia con Guesde y Lafargue, en Alemania con Bebel, Kautsky y Bernstein, en Rusia con Plejanov. El marxismo se afirmaba como brújula en todos ellos, pero pronto se pudo comprobar que del marxismo se renunciaba a lo que este tenía de “álgebra de la revolución”. 

El periodo que va de 1871 a 1914 se puede caracterizar como el periodo de entrada del capitalismo en su fase imperialista, con el desarrollo de los monopolios y del capital financiero. La burguesía se estabiliza en el poder y se ve obligada a perfeccionar y extender sus mecanismos de dominio y consenso. Esa estabilización de una burguesía que finaliza su etapa progresiva y comienza su etapa plenamente reaccionaria, el desarrollo desigual del capitalismo y el carácter cada vez más vasto del movimiento socialista obligaban a atender más específicamente a las particularidades de tipo nacional-estatal; pero pronto se vio que la forma nacional hacía olvidar el contenido internacional. 

Los dos elementos situados en los párrafos anteriores llevarán a Engels a afirmar: “hoy, una sola teoría, reconocida por todos, la teoría de Marx (…) hoy, el gran ejército único, el ejército internacional de los socialistas, que avanza incontenible (…) tiene que avanzar lentamente, de posición en posición, en una lucha dura y tenaz”. El texto en el que se incluye esta cita es la introducción elaborada por Engels en 1895, año de su fallecimiento, a la obra de Marx Las luchas de clases en Francia. Introducción que fue manipulada y mutilada por la dirección del Partido Socialdemócrata Alemán para avalar, con la inmensa autoridad política de Engels, las posiciones electoralistas y reformistas que se extendían cada vez más para regocijo de hombres como Eduard Bernstein, padre del revisionismo. 

Y es que aquella nueva fase del capitalismo generó que con las súper ganancias imperialistas se constituyera una capa de obreros aburguesados, completamente pequeñoburgueses en cuanto a su manera de vivir: la “aristocracia obrera”, que configuraría la base económica del oportunismo, que fue incorporada a los aparatos estatales, que copó las cúpulas de los sindicatos y partidos socialdemócratas junto a los intelectuales y pequeñoburgueses, y que se convirtió en la sección de los lugartenientes obreros de la clase capitalista, permitiendo a esta perfeccionar su dominio. La mayor apertura para la acción legal y la conquista de derechos sociales y democráticos implicaron la utilización principal de mecanismos legales de propaganda, que imbricados con la tendencia al aburguesamiento de los dirigentes obreros generaron la ya referida práctica legalista y reformista. 

Era inevitable que este panorama condicionara las formas en las que se estableció la segunda organización internacional.  Fundada en 1889 la II Internacional renunció a ser una organización centralizada con directrices comunes. Su vida estuvo marcada por la lucha entre reformismo y revolución, por la oposición del “ala izquierda” a aquellos que combinaban la fidelidad verbal al marxismo con la subordinación de hecho a la burguesía. Aquella traición se consumaría en 1914, con el estallido de la I Guerra Mundial.

Manifestación del 1º de Mayo en Madrid, 1919. Autor desconocido

La gran victoria revolucionaria y la III  Internacional

Karl Kaustky, que cuando Eduard Bernstein expuso su teoría revisionista se enfrentó a él en defensa del marxismo, decía en 1902: “El centro revolucionario se traslada de Occidente a Oriente” (Los eslavos y la revolución – Karl Kautsky) y lo decía, sin saberlo, contra sí mismo. Apenas un año después nacería el bolchevismo. En Rusia se alzaba la nueva punta de lanza del proletariado militante, aquella que recuperaría el “alma viva” del marxismo. Y lo hacía en batalla contra las diversas manifestaciones del oportunismo: contra el “economicismo”, el “menchevismo”, el “liquidacionismo” y, por último, con el estallido de la I Guerra Mundial, contra el “socialchovinismo”, contra la posición de los Kautsky y cía de alianza con su burguesía nacional frente a la clase obrera mundial. 

El bolchevismo implicaba la recuperación de los principios universales del marxismo, a los que los partidos socialdemócratas, con su diversionismo nacional y su práctica oportunista, habían renunciado. Implicaba recuperar la caracterización marxista del Estado, la teoría dialéctica de la revolución frente al positivismo y el gradualismo, el reconocimiento extensible de la lucha de clases a la necesidad de la dictadura del proletariado, etc. Y en sus batallas, conjugadas con una rica y forjadora experiencia en la lucha de clases, de revolución ininterrumpida, se terminaba de dar cuerpo al partido independiente de la clase, se alzaba gigante bajo el magisterio de Lenin el Partido de Nuevo Tipo frente a los viejos partidos de masas nacional-liberales del oportunismo. 

Ese partido de vanguardia del proletariado, sobre la base de los aprendizajes de toda la historia precedente del movimiento obrero, era un partido altamente centralizado y disciplinado, un partido de revolucionarios profesionales, un partido de una alta concentración y homogeneidad en lo ideológico que, frente a todo determinismo y positivismo, sabía que la revolución no llegaría por fatalismo, que la clase no tomaría conciencia en el mero discurrir de la lucha económico-inmediata. Era necesario organizar la revolución, era necesario acudir a las masas, sin renunciar a ni una sola plataforma desde la que se podía tomar contacto e influir sobre ellas, sin renunciar a ni un solo método de lucha, legal o ilegal, para inocular el comunismo científico, para elevar la conciencia a través de la propia experiencia práctica. En definitiva, para generar las condiciones subjetivas y objetivar éstas hacia el enfrentamiento armado con la burguesía. 

La experiencia bolchevique no sólo dio cuerpo al partido, también terminó de dar cuerpo, sobre los aprendizajes de la experiencia de La Comuna, a la dictadura del proletariado a través de los soviets, morfología de la democracia proletaria. Fueron estos soviets los que en 1917 rompieron el hielo y coronaron la primera experiencia revolucionaria exitosa del proletariado: la Gran Revolución Socialista de Octubre.

Pero durante aquella larga lucha contra el oportunismo los bolcheviques no estuvieron solos, en otros tantos países se libraba la misma batalla, destacando el caso alemán y la firme defensa de los principios revolucionarios de Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y Franz Mehring, que tras el apoyo a los créditos de guerra del SPD formaron la Liga Espartaquista.  

Se convertía en una necesidad confirmar y promover el deslinde de campos. En pleno ascenso revolucionario, con huelgas, insurrecciones y levantamientos por toda Europa – Alemania (1918), Finlandia (1918), Hungría (1919) – y resonando aún los ecos de los tambores de guerra imperialistas, era fundamental ratificar que se estaba en la fase de transición del capitalismo al socialismo-comunismo, en la época de las revoluciones proletarias y en un momento propicio para la insurrección. Era fundamental recuperar la estrategia común, el partido mundial único. Nació así, en el primer congreso de marzo de 1919, la III Internacional. Las palabras de Engels: “Creo que la próxima Internacional será, una vez que los trabajo de Marx hayan hecho su labor durante unos cuantos años, directamente comunista e instaurará nuestros principios” (Carta a Adolph Sorge, F. Engels); se hacían, ahora sí, realidad. El movimiento obrero consciente y militante recuperaba su nombre genuino. 

El II Congreso de la IC (1920) reforzó este deslinde mediante la aprobación de las 21 condiciones de admisión en la Internacional Comunista, que favorecían que la ruptura con la socialdemocracia devenía en la creación de partidos de vanguardia para la preparación de la dictadura del proletariado. 

Sin embargo, las esperanzas de una rápida victoria revolucionaria y descomposición de la socialdemocracia se iban desvaneciendo, esta se recomponía parcialmente así como el poder burgués. Ante un movimiento revolucionario mucho más extenso y una clase dominante mucho más asentada en el poder que en los tiempos de la AIT, pero con la convicción de que era necesario garantizar un centro internacional y una estrategia común frente a las desviaciones de la II Internacional, la IC debía saber conjugar las particularidades nacionales con los rasgos y regularidades universales. En palabras de Lenin: “la unidad de la táctica internacional del movimiento obrero comunista de todos los países no exigirá la supresión de la variedad ni de las peculiaridades nacionales (lo cual es, en la actualidad, un sueño absurdo), sino una aplicación tal de los principios fundamentales del comunismo (poder soviético y dictadura del proletariado) que modifique correctamente estos principios en sus detalles”. 

 

Lenin tomando notas en los escalones de la tribuna, III Congreso de la Komintern, 1921


Una bandera original de La Comuna es trasladada al mausoleo de Lenin, 1924. B. Saveliev

En esa misma obra de la que procede la cita: La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo, escrita en los albores del II Congreso, Lenin explica la particular complejidad de la revolución, entonces, en los países occidentales. En estos, como diría también otro de los grandes dirigentes de la generación de comunistas formados bajo el pabellón de Octubre: Antonio Gramsci; el dominio de la clase dominante estaba mucho más enraizado en todas las estructuras de la vida social y se había roto del todo la conexión con las revoluciones democrático burguesas. En la obra señalaba también los riesgos que el “revolucionarismo” sectario, expresión de inmadurez de los jóvenes partidos comunistas, significaba para la orientación de estar “más profundamente entre las masas”, algo que ya remarcaría el II Congreso y que se profundizaría en el III. 

Las derrotas experimentadas en el primer periodo del movimiento revolucionario tras la guerra, la recomposición relativa del poder burgués y la multiplicación de los partidos comunistas por todo el mundo, forzaba a que se pasara de la etapa de la “mera propaganda” a la etapa de la dirección efectiva. Obligaba a potenciar el papel del Partido como actor consciente en el proceso histórico (para lo cual era necesario también un alto nivel de depuración y vigilancia frente a las desviaciones reformistas y centristas) que desarrolla una perseverante y sostenida acción política conquistando posición a posición (en expresión de Engels), ganando a cada vez más amplios sectores de la clase, entretejiendo la alianza social bajo hegemonía proletaria… Una labor de acumulación de fuerzas en cualquier contexto de acción, de influencia en cada vez más espacios de la vida social y cultural que devenga en una interrelación de diversas formas organizadas, un amplio y robusto ejército del proletariado y sus aliados, un poder propio frente al poder de la clase dominante. En ese contexto se desarrollan en el seno de la Internacional los diversos debates sobre la táctica establecida, por primera vez, en el III Congreso (1921): la táctica del frente único. 

Sin embargo estas tesis fueron, y son, fatalmente manipuladas por el oportunismo de derechas, lo que ocasionó que en muchos momentos, en el seno de la táctica de la Internacional, se relajase el frente de lucha contra la socialdemocracia. La historia de los debates del III al VI Congreso sobre la táctica comunista es enormemente rica pero no estuvo carente de vacilaciones a izquierda y derecha. Errores de apreciación de la socialdemocracia (como aliada o como “social fascista”), errores en la subestimación del carácter internacional de la época del capitalismo monopolista… Las limitaciones de este medio impiden desarrollar profusamente los diversos debates, pero es indudable que los revolucionarios de hoy podemos, y debemos, obtener muchas enseñanzas de ellos. 

El VII Congreso (1935) fue el último congreso de la IC, en él se acordó, en un contexto de ascenso del fascismo y de amenaza de una nueva guerra mundial, la táctica del frente popular. Las tesis de este congreso y su desarrollo posterior erraron al no ligar acertadamente la lucha contra el fascismo con la lucha por el poder obrero y pusieron en riesgo, con la posibilidad de unificación de los partidos comunistas con los socialistas, la independencia partidista. Eso no impidió, en ningún caso, la enorme conquista de referencialidad y el crecimiento de los comunistas en todo el mundo por su heroica y audaz lucha contra el fascismo. 

En 1943, en medio de la II Guerra Mundial, se decidió la autodisolución de la Internacional Comunista, lo cual, en contra de los principios que sirvieron a su fundación, significaba dejar huérfano al movimiento comunista de una estrategia revolucionaria única, de un centro donde planificar conjuntamente dónde y cómo hacer más daño al sistema imperialista, de un mecanismo de unidad y solidaridad de toda la clase para garantizar el combate por la República Soviética Mundial; abriendo así las puertas de nuevo al diversionismo nacional.

“Cerró su natalicio con manos electivas”

Casi 80 años después de la disolución del último centro revolucionario internacional, con la caída de la Unión Soviética y la victoria del eurocomunismo mediante, vuelve a ser perentorio deslindar campos con el oportunismo y la socialdemocracia en sus diversas formas. Recuperar el Partido, el Partido en mayúsculas, ese Partido que bajo la bandera roja de los principios de Marx, de Engels y de Lenin, es mirado con ojos esperanzados y familiares por la clase. Igual que lo es avanzar en la coordinación de los diversos partidos y organizaciones juveniles a nivel internacional con la mira puesta en una futura recuperación del Partido Mundial.

Decía Marx que: “las revoluciones proletarias (…) se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado para comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su adversario para que este saque de la tierra nuevas fuerzas (…) retroceden constantemente aterradas ante la enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás y las circunstancias mismas gritan: Hic Rhodus, hic salta!.” (El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Karl Marx) La vista de águila de Marx era tal que casi parece que podía ver con claridad el futuro. No sabemos cuántos avances y retrocesos, cuántos duros y felices aprendizajes depararán a la clase obrera antes de que, como decía Vallejo en el poema con el que abríamos el artículo, “cierre su natalicio con manos electivas”, acabe con la explotación del hombre por el hombre, con las clases, cerrando su propio nacimiento liberando a toda la humanidad. Lo que sí es seguro es que solo camina quien se pone, efectivamente, a caminar: “Que los que tienen fe caminen, y pronto estarán con ellos los que dudan.” (Informe sobre el primer aniversario de la Asociación Internacional de los Trabajadores, sección de París)

Ellos, los proletarios, representan a los países y a los pueblos
(texto en la bandera: III Congreso de la Komintern)
ROSTA póster (Agencia Telegráfica de Rusia), 1920