Decía Rodolfo Walsh que las clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Con ello intentan que cada lucha empiece de nuevo, separada de las luchas anteriores. La experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. En nuestro país, los eurocomunistas y su claudicación fueron los mejores ayudantes de esta tarea.
La ruptura con la tradición comunista que representó el eurocomunismo era el mecanismo mediante el cual tomaba forma el asalto burgués a nuestro acervo, a nuestra fuerza ideológica, fruto de la experiencia y su estudio, para poner voladuras, para cortar el hilo rojo. Deudores de Bernstein, Carrillo y compañía trataron de argumentar que las condiciones materiales habían cambiado, de nuevo había que repetir con sorna aquel aforismo: “si los axiomas geométricos afectasen a los intereses de la gente, seguramente habría quien los refutase”. Lejos de haber cambiado, las condiciones que justificaban el marxismo-leninismo como concepción y práctica política característica de la época imperialista se habían agudizado. Pero los intereses de la pequeña burguesía y de la aristocracia obrera se habían hecho con el Partido, eso es lo que había cambiado.
Para los eurocomunistas la historia comenzaba de una vez y de nuevo, subidos al barco del progreso burgués todo lo anterior no tenía validez más que como parte de un museo. El ciclo revolucionario anterior, la Gran Revolución Socialista de Octubre, era un recuerdo ya pasado, un bonito cuadro de cuadros que mantener como parte del decorado para después, cuando ya no fuera necesario ni siquiera el uso de su ascendencia simbólica, guardar en un trastero. Se retiraron los símbolos y términos como correlato de una concepción y práctica que ya no eran revolucionarias; y los que se mantuvieron no eran más que un cascarón vacío.
La dialéctica de la revolución era sustituida de nuevo por la lógica de la evolución, cuya plasmación política era la práctica reformista. Los vientos del progreso empujan a una sociedad mejor que buenos y respetables estadistas de la reforma pueden canalizar para llevar a término. Esta concepción rompe simultáneamente con el futuro y el pasado del proletariado, dejándole atrapado en el círculo vicioso del presente, de la inmediatez. El pasado ya no importa, porque las condiciones son nuevas, novedosas y favorables. El futuro tampoco, porque todo lo que importa es el ahora, el movimiento que abre las vías al progreso. Y lo que define las posibilidades del ahora son siempre las capacidades de existencia y de competencia del capitalismo. Subordinados a ellas, reducido el socialismo a una consigna moral de gestión del capital, se sacrificaron los intereses cardinales de la clase obrera: a los trabajadores vivos se le pusieron los grilletes del cortoplacismo, a los trabajadores muertos se les pusieron los grilletes del “érase una vez”.
Hubo, no obstante, quien se reveló, quien saltó en defensa de los antepasados y los símbolos que estaban bajo amenaza. Su historia, la de quienes defendieron la bandera roja del marxismo-leninismo, forma parte de esa historia subalterna de la Transición española, cara oculta de la reverencia constitucional al papel servil del PCE.
La ruptura de varios grupos militantes con el eurocomunismo quizás no sea el capítulo de la historia del movimiento comunista en nuestro país más seductor, pues se da en un contexto de larga y dolorosa derrota que no se pudo evitar. Pero no solo en los fulgurantes momentos épicos hay lecciones útiles para nuestra clase. Especialmente cuando los trabajadores revolucionarios de hoy somos sus herederos directos. Es un ejercicio de enorme utilidad reflexionar e ir recopilando los diversos capítulos de esta escisión con el eurocomunismo que duró varias décadas y que aún colea.
En 1981, por ejemplo, se celebró el V Congreso del PSUC, un congreso que se celebraba con una militancia enfrentada entre sí, lo que se expresó en unos resultados congresuales cuanto menos contradictorios: se aprobaron enmiendas que definían al partido como eurocomunista, mientras en otras enmiendas también aprobadas se rechazaba el término por ser impuesto desde fuera del Partido y crear división interna.
Sin embargo, la división era ya entonces patente, y sus referentes más o menos claros. De un lado, los acérrimos eurocomunistas, que aspiraban a transformar el PSUC en una “respetable” máquina para ganar las elecciones burguesas y apoyar la pata izquierda del capital. Del otro lado, las bases obreras, descontentas por el tipo de política que estaba dando como resultado pactos como los de la Moncloa, la transformación de un partido de células de empresa en uno de agrupaciones territoriales, y la fingida equidistancia entre los países capitalistas y socialistas.
Esta batalla es además desigual: de un lado, académicos, profesionales de la palabra con jornadas laborales dedicadas a poder pensar tranquilamente qué decir, con quién hablar, o cómo maniobrar, políticos institucionales, entre ellos uno de los “padres” de la Constitución de 1978, con la complicidad de la prensa burguesa, que sabía muy bien qué ideas prefería en esta batalla; y del otro lado las bases descontentas, sobre todo procedentes de la clase trabajadora y muy especialmente del sector de la construcción del Vallès y el Baix Llobregat, personas que sin disponer de tanto tiempo, estudios y popularidad, supieron oponerse y compartir unos principios mínimos.
Estos principios no eran otros que el apoyo crítico a los países socialistas, el análisis de que a pesar o debido a los pactos acordados con la burguesía la situación económica era como mínimo sombría, y una crítica a la por entonces Comunidad Económica Europea por promover el monopolismo. Aunque puedan parecernos hoy “poca cosa”, supusieron entonces un gran avance: generaban una brecha crítica con las consecuencias de una política derechista. Por decirlo también de otra manera, dos formas de militar estaban (y en algunas organizaciones siguen) en liza, la que se situaba en el tajo, en el centro de la contradicción capital-trabajo y había aprendido cómo funciona y cómo luchar para resolverla, aun jugándose su propio pan; y la que se pretendía aprovechar su fuerza acumulada y organizada para salvar su propio bienestar al precio que fuera.
El transcurso del Congreso estuvo marcado también por las tácticas y el control de los tiempos de los eurocomunistas para obstaculizar el desarrollo de los debates, que aún así resultaron en una victoria, aunque pírrica, para los opuestos al eurocomunismo. Por voluntad de comprometerse a buscar una solución conjunta y de volver a unir al Partido, se pactó repartir el Comité Central en un tercio por facción. Mientras, la prensa burguesa y el PCE eurocomunista empezaron a actuar.
De un lado, la prensa burguesa fue comentando todo el proceso congresual y todo lo que vino a posteriori, reflejando la división en el seno del Partido desde las cuestiones políticas hasta lo anecdótico, alertando del “peligro” que representaba que los comunistas del PSUC triunfasen, clamando que el nuevo Estado democrático debía ser capaz de prepararse para poder “defenderse” de aquellos que quisieran poner en entredicho el orden burgués. Del otro lado, las acusaciones que sobre los comunistas se vertieron desde el eurocomunismo fueron las ya habituales de “dogmáticos” y “trasnochados”, integrando en sus formas y discurso el elitismo y desprecio de la intelectualidad burguesa y pequeñoburguesa hacia el “vulgar” marxismo-leninismo.
Finalmente, el partido se dividió. Poco margen había para unir aquellos que vivían de vender a la clase obrera y fortalecer las posiciones burguesas entre los trabajadores, y la clase obrera consciente. De ahí surgió el Partit dels i les Comunistes de Catalunya, que son otras siglas por las que hemos pasado los comunistas en Cataluña, un partido que pudo llevarse buena parte de los obreros del PSUC consigo, pero que, como todas las rupturas, también hubo que pagar un precio: de 21000 militantes que tuvo el PSUC, 7000 fueron al PCC, 7000 se quedaron en el PSUC y 7000 dejaron la militancia.
Podríamos relatar otros tantos capítulos, y podríamos subrayar otros tantos nombres de militantes que no quisieron colaborar con el proceso de destrucción del Partido que hoy podemos contemplar en toda su plenitud y que llena de razón a aquellos y aquellas valientes. Por ejemplo el de Juan Ambou, ferroviario e histórico militante que formó parte activa en la Revolución de Octubre del 34, participación por la que se tuvo que exiliar a la URSS. O de otros revolucionarios más anónimos como Máximo Santajuliana, que con la misma determinación con la que agarraba su carnet del Partido para resistir los más de nueve años que pasó en prisión durante el franquismo, rompió con el PCE para ingresar en las filas del PCPE; o Isabelita Sánchez, que desde el Socorro Rojo se dedicó a pedir puerta a puerta para ayudar a los presos políticos, poniendo en juego su propia integridad.
La sangre es más espesa que el agua. Por mucho que trataran de diluir con social liberalismo burgués nuestro patrimonio teórico y político, hubo muchos que bien sabían que la tradición comunista era la garantía de la defensa de las conclusiones y síntesis teóricas de la práctica política revolucionaria a lo largo de su historia, así como la forma en la que esta se transmite entre los trabajadores y trabajadoras a través de una cultura militante y de un imaginario simbólico. Para los comunistas que rompieron con el eurocomunismo la herencia revolucionaria no podía quedar anclada en el “érase una vez”. Si la posibilidad de la emancipación depende de la acción consciente de la clase obrera, y si todo presente es herencia, es la concentración resultante del acumulado social e histórico, las derrotas y victorias de los tiempos pasados contienen buena parte de las claves para la emancipación contemporánea.
Frente a la heterodoxia diluyente del eurocomunismo, los que rompieron con el eurocomunismo y fundaron el PCPE tratando de frenar la diáspora de comunistas, defendieron la ortodoxia de no renunciar a nuestra historia y a nuestros principios. Sin embargo, esto se concretó en la defensa del programa previo al eurocomunismo, en la defensa de una serie de tesis del movimiento comunista que se convertían en “iconos” aisladas de su correlato en la realidad material. Conclusiones contradictorias entre sí, conclusiones erróneas o conclusiones que no aplicaban a la realidad presente todas revueltas e insertas en una lógica general de resistencia frente a la contrarrevolución, que amenazaba con hacer desaparecer todo resto de comunismo revolucionario.
Era la paradoja de la ortodoxia ecléctica, que se vio intensificada porque la debilidad ideológica no permitía explicar los nuevos fenómenos y para ello se acababa echando mano de teorías ajenas al marxismo-leninismo. La herencia pesa, y la herencia del eurocomunismo, o del revisionismo previó que lo fue posibilitando, seguía presente en las organizaciones que habían iniciado un camino propio. Lejos de eso, la verdadera ortodoxia es aquella que ve en el comunismo científico la cosmovisión que permite abordar en su totalidad la realidad existente y definir la práctica para su transformación. Por ello defiende las tesis y conclusiones particulares frente al asedio constante del enemigo de clase, las conserva y retiene como parte de su acervo para enfrentarlas con el movimiento real, analizado científica y estrictamente, y ver su operatividad en la definición de una estrategia contemporánea.
Estos contornos impidieron que el proceso de clarificación pudiera llevarse a término en el seno del PCPE, razón por la que hoy existe el PCTE y su Manifiesto-Programa como plasmación de en qué términos se producía dicha ruptura. Nuestra tradición puede así desplegarse desde su médula revolucionaria, así es como cobra sentido la defensa de la tradición. El Eurocomunismo consiguió que hoy los canales de transmisión de experiencia y cultura en el seno del movimiento obrero y comunista sean muy débiles, lo que abre de nuevo siempre las puertas al diversionismo cada vez que se plantea la tarea de reconstrucción del Partido. “¡Hay que empezar de nuevo!”, y bajo el vestido nuevo y a la moda se esconde el cuerpo de viejos errores.
Volviendo a la cita con la que abríamos el artículo, recomponer el hilo rojo implica conocer nuestra doctrina, nuestra historia, nuestros héroes y mártires, para no tener que empezar siempre de nuevo, para no olvidar las lecciones, para poner estas frente a frente con nuestra época, ser capaces de profundizar en ellas, desarrollarlas, vivificarlas, objetivarlas y alimentarlas a través de una práctica política. Nuestro presente, si queremos que sea un presente revolucionario, debe estar saturado tanto de pasado como de futuro, debe ser un tiempo completo. Las generaciones pasadas, incluyendo en ellas las que tuvieron la gallardía de romper con el eurocomunismo pero fracasaron en su intento de reconstruir el Partido, y las generaciones venideras reclaman sus razones sobre nosotros y nosotras, recomponer nuestra tradición desde su espíritu revolucionario es cumplir con su mandato.