«El obrero moderno, por el contrario, lejos de elevarse con el progreso de la industria, desciende siempre más y más por debajo de las condiciones de vida de su propia clase» (El Manifiesto Comunista, 1848).
El incremento de la explotación a través de la aplicación de las nuevas fórmulas flexibles de trabajo que hemos visto en el primer artículo ha encontrado un firme aliado y vehículo en las nuevas tecnologías, y es que la digitalización ha tenido, y tiene, un impacto directo en los mecanismos de control que imponen las empresas sobre los trabajadores.
La digitalización aplicada a las relaciones de producción no es, ni mucho menos, un instrumento neutral, ajeno a los intereses de clase. Al contrario: los desarrollos tecnológicos se piensan desde las lógicas de maximización de la ganancia del capital y bajo esas mismas lógicas se insertan en la producción. Y es teniendo en cuenta esta correspondencia y esta supeditación del desarrollo tecnológico al interés capitalista como comprendemos los fines y la utilidad que persiguen distintos instrumentos modernos, ya tristemente famosos en muchos casos.
Así, por ejemplo, la posibilidad de conectividad constante e incluso permanente, gracias al uso de dispositivos u otras herramientas digitales proporcionadas por la empresa, está generando unas realidades laborales y vitales en las que se diluyen las esferas de lugar y tiempo de trabajo. En el marco de la pandemia, las empresas han contribuido a acentuar y extender este fenómeno, aprovechando para difundir unas formas de teletrabajo que les permiten mantener al trabajador en una tensión productiva permanente.
Lejos de ser lo anterior un fenómeno aislado, estos y otros usos tecnológicos están sirviendo para sustituir modelos más “analógicos” de organización del trabajo –en un centro delimitado, con presencialidad, etc.– por otros modelos digitales, que al abrir nuevos modos de gestión de la fuerza de trabajo sirven directamente a la flexibilización de la explotación y la difusión de formas de trabajo a demanda, que van permitiendo sortear marcos jurídicos conquistados por la clase obrera a través de su lucha. Esta “digitalización” de la organización del trabajo se puede observar, por ejemplo, en el uso de las apps como medio a través del cual distribuir y organizar tareas entre trabajadores.
Otra utilidad que está brindando el desarrollo tecnológico a las empresas, nada desdeñable, es la de acentuar la individualización de las relaciones laborales, aislando a los trabajadores entre sí en casos en los que conviene, aunque cada uno cumpla su papel en la producción social. En estos supuestos, se consigue aislar a pequeñas unidades productivas, lo cual permite potenciar una relación directa entre empresario y trabajador, sin que tengan capacidad de mediación los mecanismos de representación colectiva de los trabajadores, y, por tanto, el empresario aumente todavía más su fuerza en la relación laboral. Es paradigmático el ejemplo de las empresas de reparto de comida a domicilio, que, empleando la fórmula de los falsos autónomos, han logrado difundir una noción de la relación entre empresa y trabajador según la cual estos son colaboradores libres y no miembros de una plantilla con intereses comunes.
“Los rendimientos del trabajo son seguidos y medidos informáticamente (…) mediante sistemas y softwares destinados al control de la productividad”
También nos encontramos con la extensa incorporación en las empresas de sistemas de vigilancia y seguimiento de la actividad productiva. Vemos día a día cómo aumentan las posibilidades de control sobre la actividad de trabajadores y trabajadoras, ya sea a través del uso de dispositivos electrónicos facilitados por el empleador, de las redes internas de las empresas, de mecanismos exhaustivos de control de jornada, programas de análisis de rendimiento o, incluso, sistemas de videovigilancia, escucha o geolocalización.
Esto brinda la posibilidad de una evaluación constante y profunda de la fuerza de trabajo, alimentando con ello la mayor productividad y la competitividad entre los trabajadores. Los rendimientos del trabajo son seguidos y medidos informáticamente a elevados niveles, mediante sistemas y softwares destinados al control de la productividad. En ocasiones, se evalúa a tiempo real el grado de cumplimiento de las tareas, con la posibilidad de penalizar a los trabajadores a los que se considere menos productivos. En otras ocasiones, como en algunas cadenas de montaje industriales, la informatización del seguimiento y el control de la producción llega a alcanzar un nivel de minuciosidad tal que las empresas conocen qué piezas de qué productos han sido fabricadas por qué trabajador en concreto. Esto permite una evaluación minuciosa de la fuerza de trabajo y la generación de una sensación de presión y vulnerabilidad constante. La insaciabilidad del capital lleva a extraer hasta la última gota de plustrabajo, es decir, exprimir al máximo al trabajador.
Pero, sin duda, es la economía de plataformas la que se lleva la palma en la búsqueda de mecanismos destinados a incrementar, más aún, el grado de explotación mediante el uso de las tecnologías. El algoritmo de Glovo es uno de estos mecanismos. Los trabajadores, para poder trabajar en los horarios de mayor demanda y, por tanto, tener mayores probabilidades de realizar pedidos, necesitan puntuaciones que requieren trabajar 12 o 13 horas al día, 6 o 7 días a la semana con unos precios de entrega irrisorios. En el caso de Uber, el algoritmo valora las puntuaciones que los clientes dejan del servicio de los trabajadores, prescindiendo de los repartidores si no mantienen durante varias semanas puntuaciones iguales o superiores a los 4’5 puntos.
Los trabajadores y trabajadoras debemos saber confrontar los usos de los medios tecnológicos que nos hacen dar pasos atrás en nuestros derechos y condiciones de vida y trabajo. Debemos reivindicar nuestro derecho al descanso y desconexión, no descanso entendido meramente como el tiempo estrictamente necesario para recuperar y reproducir la fuerza de trabajo. Debemos reivindicar la protección de nuestra intimidad, así como ser informados de los usos que se le van a dar en las empresas a estos mecanismos digitales. Debemos reivindicar que no se usen estos mecanismos para extender la jornada de trabajo o para camuflar relaciones entre empleadores y empleados de “colaboraciones” autónomas. Sin embargo, estas reivindicaciones no dejan de ser algo insuficiente, no alteran la explotación ni el uso de estos mecanismos para afinarla lo máximo posible.
Las nuevas tecnologías han venido a sustituir el viejo látigo por sofisticados algoritmos, pero no han transformado ni creado nuevas relaciones de producción, que desde el surgimiento del capitalismo se basan en la explotación de una mayoría trabajadora por una minoría de parásitos. No se trata, por tanto, de rechazar el avance científico-técnico, ni de resucitar los movimientos ludistas e incendiar teléfonos, tablets y ordenadores, sino, como dijo Marx: distinguir entre la maquinaria y su empleo capitalista, aprendiendo así a transferir los ataques, antes dirigidos contra el mismo medio material de producción, a la forma social de explotación de dicho medio.
El desarrollo científico-técnico, el desarrollo de la maquinaria, también cimenta la posibilidad de una producción colectiva y planificada. Puesto al servicio de la mayoría social, al servicio del gobierno obrero, puede favorecer de manera gigantesca la satisfacción de las necesidades humanas. Imaginémonos la utilidad que podrían tener las posibilidades de registro y control vía digital para la gestión planificada del trabajo, o el incremento de las capacidades productivas para la reducción del tiempo de jornada. De nosotros depende hoy limitar sus aspectos negativos y potenciar los aspectos positivos que pueden traer para la vida social, así como recuperar un horizonte revolucionario para acabar con su dominio y para que la tecnología no sea nunca más el látigo y se transforme en una herramienta útil para satisfacer las necesidades y anhelos de la humanidad.