Es por eso que el hecho histórico favorable de Asturias —un Octubre florecido antes de tiempo, quizá, pero memorable— será el puente de sangre hacia la revolución definitiva de obreros, soldados, campesinos y marineros. Y hacia la capital de la revuelta va, en la expresión suprema del hecho favorable desemboca el entusiasmo y la esperanza del mundo.
El proletariado, la clase social conformada por quién todo lo produce, que es producto necesario y genuino del capitalismo; entraña, contiene y significa históricamente la potencialidad de una sociedad libre e igual: es la clase social revolucionaria. Esta inicial y primera fundamentación científica del comunismo es la piedra de toque de la dialéctica revolucionaria. El desarrollo social, el proceso real de la lucha de clases, y en él, los avances y retrocesos de aquella clase social, la correlación de fuerzas; son a la vez resultado y fuente de las conclusiones teóricas y prácticas que hoy los comunistas tenemos la tarea de estudiar e integrar en nuestro programa para que dicha potencialidad se demuestre cierta.
El hilo conductor de este número de la revista plantea cómo la particular correlación de fuerzas de Octubre del 34 —el Octubre florecido antes de tiempo que decía González Tuñón—, su potencialidad, desarrollo y también su derrota; enriquece, comprueba y demuestra —así como todas las luchas que acontecieron durante aquel periodo— la universalidad y la vigencia de los aportes de Lenin a la teoría de la revolución. Porque el leninismo no es sino la síntesis científica de los periodos de lucha; que actualiza a la particular correlación de fuerzas del capitalismo monopolista la táctica coherente con el papel revolucionario y creador del proletariado. El reconocimiento de la posibilidad objetiva de la revolución, la reciprocidad entre estructura y superestructura, nos obliga —y Lenin mejor que nadie lo entendió— a ubicar en la fisionomía capitalista, contradictoria, las formas y estructuras potenciales de esta revolución; y a definir un plan, una táctica, para conformar, propulsar y utilizar aquellas en favor de los objetivos últimos.
De la «revolución democrática» a la forma Comuna
Los planteamientos revolucionarios iniciales, todavía ocupando la burguesía un papel “progresivo” en la historia y embriagado el proletariado del espíritu de 1789 y 1830, hicieron de la revolución permanente y radicalizada la táctica del socialismo. Esto es, que en el marco de la revolución democrática —en concreto de la oleada revolucionaria que recorrió Europa en 1848—, el proletariado podría adquirir un papel dirigente y transformarla en revolución socialista. Los primeros balances de las derrotas de aquel periodo —con el Manifiesto como su primera conclusión teórica— resultaron en la importancia del partido político independiente y la necesidad de la dictadura del proletariado.
El partido comunista sería un destacamento (el más decidido y consciente) que, llegado el momento justo en el desenvolvimiento de los procesos revolucionarios democráticos, dirigiera a las amplias masas proletarias en coherencia con sus intereses últimos y finales. La dictadura proletaria, el ejercicio democrático del poder de esta clase en su fase de transición «para la supresión de las diferencias de clase en general, (…) de todas las relaciones de producción en que estas descansan, (…) las relaciones sociales que corresponden a esas relaciones de producción, para la subversión de todas las ideas que brotan de estas relaciones sociales».
El movimiento obrero tardó en recomponerse, pero aquel fue un periodo de desarrollo de la industria y el comercio, de ensanchamiento de las fronteras del proletariado y consiguiente crecimiento del movimiento obrero en su conjunto. Este desarrollo capitalista no redundó en mejores condiciones sino para únicamente una minoría de obreros: la agudización generalizada de la miseria entre crecientes sectores del proletariado catalizó su lucha y movilización espontánea contra los patronos; y ello promovió la consolidación social de las formas organizativas de esta resistencia y esta de lucha instintiva de «la economía política del trabajo frente a la economía política del capital»: los sindicatos.
Los sindicatos, que desde los primeros tiempos del desarrollo del capitalismo supusieron «un progreso gigantesco de la clase obrera (…) por cuanto significaban el paso de la dispersión y de la impotencia de los obreros a los rudimentos de la unión de clase», se afirmaron ante la historia como la forma de estructuración autónoma del proletariado. Por la particularidad capitalista —la comprensión fetichizada que generan las relaciones de producción capitalistas y la forma mercancía— las fricciones diarias y cotidianas entre patronos y obreros no generaban, por sí mismas, conciencia revolucionaria sino sólo embrionariamente; el carácter asociativo voluntario de los sindicatos y la limitación de su práctica al corporativismo, a la lucha clasista dentro de los marcos de acción y conciencia generados por el propio capitalismo, limitaba su actuación. Pero nacidos como estructura genuina para la pugna de los obreros por conseguir mejores condiciones para la venta de la fuerza de trabajo, de composición netamente proletaria por su propio fundamento social y contenido clasista; se conformaron históricamente como los grandes centros organizadores y educadores de la clase obrera. Su desarrollo y ensanchamiento, desde el principio, fue objeto y tarea de los revolucionarios.
En 1864, la parte más consciente de este ampliado movimiento obrero se agrupó en torno a la Asociación Internacional de los Trabajadores (1864-1876): la conquista del poder político se volvía a colocar en el centro del movimiento obrero internacional. La «hija espiritual» de la AIT, aunque no fuera preparada de forma consciente y sistemática por ella, fue la Comuna de París (1871). El proletariado, movilizado espontáneamente, no pudo romper las cadenas que lo ataban al capital sino dominando políticamente. La lucha de clases descubría la forma de organización del proletariado como clase dominante, que presuponía y exigía la destrucción del aparato estatal burgués. Esto fue la Comuna.
Pero en la Francia de 1871 ni el capitalismo se encontraba lo suficientemente desarrollado; ni el proletariado estaba lo suficientemente preparado, entrenado en la lucha de clases y estructurado socialmente en sus organizaciones de combate (sindicatos y partido obrero) para comprender claramente sus fines, distinguir entre las tareas y programa de la revolución democrática y la revolución socialista, y sostener en el tiempo el ejercicio de su poder. El proletariado se quedó sólo, y demasiado pronto la Comuna sólo pudo preocuparse de resistir a la contrarrevolución que acabó por aplastarla. La historia mostró la posibilidad del poder obrero, pero también, por su defecto, las precondiciones (la correlación de fuerzas) para su éxito revolucionario.
Imperialismo y las dos tácticas. El soviet como forma universal del poder obrero
A pesar de la sangrienta derrota, la bandera de la comuna fue recogida y ondeada por un nuevo movimiento obrero europeo que enérgico se recomponía, y cuyo centro de gravedad se desplazó de París a Alemania. Tras la muerte de Marx, Engels trabajaría enérgicamente por la hegemonía del marxismo en el movimiento obrero internacional; años en que el proletariado aumentó numéricamente sus filas hasta ser la mayoría social en todo occidente. El ensanchamiento del movimiento obrero y su estructuración en grandes sindicatos y partidos socialdemócratas nacionales fue correlativo al gran desarrollo industrial. La movilización y fortalecimiento del proletariado, así como un reforzamiento del aparato burocrático-militar de los Estados que restó funcionalidad revolucionaria a los medios de lucha callejeros, favoreció el acceso de los socialdemócratas a medios de lucha legales para el combate a la burguesía, de entre los que destacó el parlamento como paradigma formal fundamental del dominio capitalista.
Aquel periodo en la historia, el que transcurre entre 1871 y el estallido de la Gran Guerra (1914) simboliza en la historiografía revolucionaria la entrada del capitalismo en su actual fase monopolista. Finalizada la etapa progresiva de la burguesía, comenzó su etapa plenamente reaccionaria. Las superganancias imperialistas favorecieron en occidente la consolidación social de una capa privilegiada de obreros cuya determinación histórica es ser, desde dentro de la propia clase y sus estructuras sociales, correa de transmisión del dominio burgués y vía de difusión y asentamiento de su ideología y su práctica; limitando aún más el recorrido revolucionario de la lucha y movilización espontánea de la clase.
La dirección de esta capa social (la aristocracia obrera) en los grandes sindicatos de industria favoreció su tendencia a la corporativización, el asentamiento y dirección de las tendencias nacionales en el seno del movimiento obrero y su limitación al espontaneísmo, esto es, a los marcos de pensamiento y acción del propio capitalismo. En los partidos, el ala derecha de la socialdemocracia, el oportunismo de derechas, se estructuró como forma y expresión de este espontaneísmo, hecho doctrina y práctica política. Si la conquista de derechos políticos había favorecido el trabajo político legal y, consecuentemente, el ensanchamiento del movimiento obrero; la dirección oportunista hizo de ello acicate para la promoción del legalismo, el reformismo y las tendencias nacionales. El oportunismo reinterpretó las enseñanzas de la experiencia acumulada del movimiento obrero internacional, las utilizó para alterar su contenido, eludiendo la cuestión fundamental del poder, su forma burguesa (el Estado burgués); y sustituyéndola por utopías democráticas: «El proceso de degeneración de la II Internacional asume de este modo la forma de una lucha contra el marxismo que se desarrolla en el interior del propio marxismo (…) [que] culminó con la ruina provocada por la guerra». En el seno de los partidos nacionales tenía lugar la batalla entre las dos tácticas, entre reforma y revolución.
Pero si la burguesía a través del programa de la reforma seducía al proletariado, las condiciones para la realización del programa de la revolución se encontraban también en pleno estado de maduración. Este mencionado desarrollo capitalista (de sus fuerzas productivas) que implicaba la complejización del dominio y poder burgués y su asentamiento social, suponía así mismo tal grado de maduración de las características esenciales del modo de producción que pudieron tomar forma en la historia los rasgos y resortes para la transformación social de sus bases (las relaciones de producción capitalistas). La prueba es la revolución bolchevique de 1917. Con ella, el centro de gravedad de la revolución se desplazó a oriente; donde el tejido social ofrecía menor resistencia que el complejo y robusto entramado social de occidente. La Rusia soviética se colocó a la cabeza de los trabajadores y trabajadoras de todo el mundo y pudo alumbrar prácticamente, a través de la experiencia revolucionaria sostenida, la táctica-plan para la época imperialista.
El hecho original de Octubre fueron los soviets, forma del autogobierno obrero e institución potencial del Estado Socialista. Surgieron por primera vez en Rusia en 1905, espontáneamente, en el propio desenvolvimiento y discurrir de la lucha de clases. Esto es: fueron producto de la contradicción capitalista, la prueba más exacta dada por la historia de que habían madurado las condiciones para la revolución. Y sólo los bolcheviques, con Lenin a la cabeza, entendieron esto; así como entendieron que aquello que se manifestaba particularmente en Rusia no respondía únicamente a condiciones rusas: era la forma universal del poder obrero.
El sistema de soviets o consejos obreros rebosa y supera los límites del sistema político burgués: frente a la cesión de poder y soberanía —al aislamiento de la mayoría social respecto del poder, fundamento de todas las formas de dominio burgués— los soviets presuponían, de forma necesaria, el ejercicio directo de éste por los productores mismos. El obrero, la obrera, frente al resto de ámbitos y lugares en que se relacionaba, a la forma burguesa, bajo la falsa apariencia de igualdad que otorga la condición de ciudadano, intervenía en el soviet verdaderamente en calidad de productor; dando forma, estructurando, la práctica política embrionaria de la superación de la división entre lo económico y lo político, y por tanto de la concepción enajenada del poder.
Frente a las viejas formas territoriales-electorales, la organización de los soviets coincidía, necesariamente, con las unidades locales de la producción. Esta particular ubicación en el núcleo de la producción capitalista, su composición social obrera y su carácter necesario (no voluntario) daba forma a la fase inferior del comunismo; garantizando la coherencia entre coerción y consenso (el ejercicio democrático de la mayoría social dirigido contra la burguesía) como condición de posibilidad para la transformación de la relación social capitalista y su realización en superestructura; esto es: la desaparición de las clases sociales y del Estado.
Hegemonía (o la forma de la revolución en el capitalismo monopolista)
Pero los soviets no habrían sido suficientes por sí solos más que en potencia, de no haber sido por el papel jugado por el partido bolchevique, que se había confirmado como el tipo de partido que por su forma y contenido era capaz de desarrollar y sostener el movimiento revolucionario de masas en el ejercicio directo de su poder. Frente a quienes infravaloraron, temieron o desconfiaron de la potencialidad revolucionaria de los soviets, así como también frente a quienes sobreestimaron en un sentido gradualista su papel, solidarios en su incomprensión de la dialéctica entre la espontaneidad y la conciencia revolucionaria; Lenin y su partido, a través de la propia fisionomía de aquel tipo de partido, tuvieron la capacidad, desde su inicial posición de minoría en el movimiento de masas, de orientarlos revolucionariamente, infundirles nuevas energías y, a través de la elevación de la práctica de la política, dar forma a la revolución proletaria. Confiando plenamente en las masas como artífices de la revolución, pero sabiendo y probando necesaria para ello una concentración de hegemonía y dirección revolucionaria tal que fuera capaz de movilizarlas en cada coyuntura, desde cada plataforma, con base en los objetivos que la historia había desvelado posibles y necesarios.
El Partido Comunista se confirmaba como expresión organizada del pensamiento independiente, unitario y científico del proletariado. Esto es: no una entidad exterior a la clase, no su tutor. Tan sólo una facción, una parte de esta clase, que tiende a organizarse en partido en tanto ha comprendido el lugar que el proletariado ocupa en la historia y se dota de una práctica política coherente con ello. Nada diferencia al partido comunista y sus miembros del conjunto de la clase más que su ideología (y, consecuente con ella, el método en que se funda su acción) que ha superado el corporativismo y el inmediatismo y aspira en todo momento a basar su práctica en las tareas universales de la clase revolucionaria. Si las masas son artífices, el partido es la inteligencia.
La experiencia bolchevique alumbró la forma actualizada de aquel inicial partido político independiente defendido por Marx y Engels. En marzo de 1919 nació en Petrogrado la III Internacional como centro dirigente del comunismo mundial, iniciándose un periodo de deslinde, unificación y conformación de sus secciones nacionales en todos los países. Si la noción de partido como centro hegemónico fue expuesta por primera vez por Lenin en Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática, en referencia al papel del POSDR en el proceso revolucionario de 1905; se demostró táctica de época en la oleada insurreccional de la Europa de los años veinte; donde esta concentración revolucionaria en cada espacio de la vida social se demostró aún más necesaria, por defecto, por estar más asentado y afianzado el dominio capitalista.
Tras el triunfo de 1917 y el fracaso revolucionario en Europa, Lenin profundizó en esta idea con base en la experiencia práctica y en confrontación con el creciente oportunismo de izquierdas en los partidos comunistas; que no comprendía que la caducidad histórica de las formas capitalistas no podía equipararse a su caducidad política y que, por tanto, no basaba su práctica en la realidad sino en los deseos. Este problema se manifestó específicamente en la cuestión del parlamentarismo, que en tanto que forma política de la sociedad de clases capitalista, es aún a día de hoy —más de cien años después de la primera república soviética— la única forma de concebir la práctica de la política para la mayoría de la clase. Y el hecho de que hoy sus limitaciones y carácter históricamente agotado generen desafección y apatía no es suficiente (sino de hecho un caldo peligroso de cultivo), en tanto no se desarrollen las fuerzas motrices de la revolución que demuestren posible la práctica política soviética. Y sólo en un momento muy avanzado de ésta tendrá sentido afirmar que el parlamento burgués ha agotado en un sentido revolucionario su contenido: esto es, no como vía fundamental de transformación sino como tribuna y resorte para su elevación.
La preparación de la revolución había que hacerla a partir de la realidad capitalista y sus estructuras. Por eso contra los oportunistas de izquierda la segunda gran batalla fue en torno a la cuestión sindical. Aún habiendo desvelado la historia la forma soviética, los sindicatos seguían operando en tanto estructura permanente de lucha y resistencia obrera, y cumplían el papel de escuela para el combate revolucionario. Si el consejo o soviet era, potencialmente, el organismo representativo de toda la masa obrera, en el que el hombre y la mujer universales —aquellos que «lo sabrían hacer todo»— participaban en tanto productores; el sindicato agrupaba a los obreros empujados a luchar. Reconocida su estrechez corporativa (ampliable correlativamente al desarrollo de la dictadura proletaria), la orientación revolucionaria de los sindicatos —esto es, la disputa hegemónica del comunismo en su interior— era absolutamente esencial para la preparación, el triunfo y la realización del socialismo como fase inferior.
Octubre de 1917 mostró la correlación de fuerzas necesaria para la revolución y la compartió con el proletariado del mundo entero: «El éxito de la lucha contra el capitalismo exige una justa relación de fuerzas entre el Partido comunista como guía, el proletariado, la clase revolucionaria y (…) el conjunto de los trabajadores y los explotados». La forma política de esta correlación era la hegemonía: el Frente Único, la alianza social bajo dirección proletaria, la conquista sostenida de la mayoría para la revolución, la unificación política de la clase obrera como un resultado concreto, a través de la disgregación y división característica de la organización y estructuración de la vida en el capitalismo y promoviendo la superación de la estrechez y el sectarismo de sus formas en una táctica y política común.
Pero esta correlación de fuerzas concreta, esta centralización, unificación y orientación particularizada de todas las formas de estructuración y movilización del proletariado y las masas trabajadoras, sólo podía asegurarla el partido de nuevo tipo y su fisionomía. La tarea de conformar el movimiento de masas revolucionario bajo dirección proletaria, tarea internacional en su contenido, exigía un ejercicio de reconocimiento de la concreta estructura política y social de cada país por parte de cada una de las secciones del partido mundial. La experiencia rusa había alumbrado las tareas y formas universales, pero tenía que ser traducida: no metafísicamente —pues este error fundamentó las peores interpretaciones oportunistas y el regreso del diversionismo nacional con la disolución de la IC en 1943; sino reconociendo que el desarrollo universal del capitalismo se correspondía —y corresponde— con distintos lenguajes históricos, cuya forma y expresión concreta había que reconocer.
Que Octubre de nuevo florezca
La síntesis de nuestro pasado no tiene sentido si no se formula en presente. El desarrollo capitalista, la concentración y el ensanchamiento de las fronteras sociológicas del proletariado siguen su curso. Pero el periodo de repliegue de sus fuerzas organizadas ha sido largo: la inteligencia, coherencia y la unidad necesarias para el triunfo no representan hoy ni una mínima parte de lo que representaron cuando la revolución se pensó posible en occidente. Si el capitalismo no puede sino manifestar ante cada fenómeno de la vida social más señales de agotamiento y barbarie que nunca, también pensar una alternativa se ha vuelto más complicado, precisamente en ausencia de la fuerza y estructuración material que demuestre posible otra forma de existencia.
Conjugar de nuevo en presente nuestras tareas, que la revolución vuelva a pensarse posible por sus hacedores y hacedoras, por la clase social que está llamada a realizarla, exige de los comunistas trabajar por recuperar un centro internacional; y unirnos indisolublemente a toda la existencia de la clase obrera y sectores populares en nuestro país, promoviendo la recomposición de un movimiento obrero amplio que al calor de su propia práctica se eduque políticamente y concluya sus tareas a partir de las experiencias acumuladas a nivel nacional e internacional. Octubre de 1934 es una de las más importantes, por las lecciones que nos brinda.
Pero esto exige mirar de frente al mundo tal como es. Exige reconocer las razones de la victoria y las causas de la derrota. Comprender cómo y de que forma el dominio de la burguesía se asienta hoy en la vida social; comprender que es coerción, pero también consenso. Y exige inferir, por tanto, la forma partidaria necesaria para desarticular ese poder. Este es un partido probado en la historia, capaz de unificar aquello que se presenta disperso, que opera flexible y firme a la vez, en cada momento y condición, desde cada plataforma, por todos los medios posibles. Un partido que prioriza su acción y estructuración en el lugar de la producción de la vida: no por capricho, sino por ser el lugar llamado a convertirse, mediación de éste partido mediante, en el centro de su dirección y administración futura. Eso es el Giro Obrero: el compromiso de basar toda la política y organización de este Partido en la clase cuyos intereses, en tanto hegemónicos, harán que Octubre de nuevo florezca; y esta vez no sea ya antes de tiempo.