Los cumpleaños siempre son un buen momento para el repaso histórico. Quién no ha mirado fijamente a la nada recordando su vida mientras sopla las velas el día de su cumpleaños. En este artículo apuntaremos dos aciertos que llevaron a los comunistas en nuestro país a convertirse en la fuerza hegemónica en el movimiento obrero entre los años 40 y 70; y dos problemas que contribuyeron al fin de la hegemonía comunista en los 80. Este proceso de auge y caída contiene numerosas enseñanzas para que hoy los y las jóvenes comunistas retomemos la tarea de bordar el cielo del mañana.
- Aprovechar el bug. La táctica del PCE en el sindicato vertical.
Siguiendo con la metáfora del lema de nuestro aniversario, si hablamos de bordar el cielo del mañana, el PCE en 1936, más que aguja e hilo, tenía era un enorme telar mecánico volador compuesto por miles de cuadros, con potencial —a pesar del error de asumir el etapismo[1] como estrategia revolucionaria— de hilar finamente cada lucha cotidiana de la clase con un horizonte político común. La victoria del franquismo desarticuló este telar mediante el encarcelamiento y asesinato sistemático de muchos de estos cuadros. Se perdía así bruscamente gran parte de la influencia que el comunismo había tenido en el movimiento obrero durante la república.
Pero la represión abierta no fue el único mecanismo del franquismo contra sus enemigos políticos. Inspirándose directamente en el nazi-fascismo, promovió la integración de los conflictos laborales dentro del aparato estatal. Tolerando las reivindicaciones que se entendían como expresión de los intereses profesionales, corporativos, de los asalariados; las mutilaba de su dimensión política, aquella capaz de poner en el centro la cuestión del poder dentro y fuera de las fábricas. Esta integración en el Estado se daba a través de la Organización Sindical Española (OSE), más conocida como Sindicato Vertical, que representaba al conjunto de los productores; palabra que en terminología del régimen hacía referencia a trabajadores y empresarios.
Los trabajadores podían “elegir” a sus representantes —los enlaces y jurados sindicales de la OSE—, que en la práctica cumplían una función más cercana a la de delegados de recursos humanos que a la de portavoces de las plantillas. El franquismo buscaba encorsetar el movimiento obrero en un aparato burocrático-sindical que amortiguara e integrase las contradicciones derivadas de la lucha entre el capital, que necesita y quiere ganar más, y el trabajo, la clase obrera, que pugna instintivamente por mejorar sus condiciones de vida, por tener vidas menos jodidas.
Pese a las intenciones del franquismo, el sindicato vertical no pudo amortiguar lo suficiente bien la contradicción de clase. Además de que la desconfianza era total; al igual que hoy, la clase trabajadora no necesitaba de representantes para, desde su violenta experiencia cotidiana, generar instintivamente sus propias —aunque limitadas— defensas. La mirada despectiva al jefe, la pausa del cigarro y consecuente conversación con los compañeros de lo hasta las narices que se está… son comportamientos adaptativos a la condición de explotado: válvulas de escape que son susceptibles de canalizarse en algo más.
Pese a la represión, los nuevos trabajadores urbanos, procedentes del campo, se mezclaban con obreros forjados en la tradición industrial, formados políticamente en el movimiento obrero anterior al franquismo. Muchos de ellos eran viejos comunistas, de espíritu organizador; supervivientes a la represión que, en condiciones de clandestinidad, supieron actuar como transmisores de cultura militante. El crecimiento cuantitativo de la clase obrera —debido, entre otras, a la emigración del campo—, las condiciones de miseria de un país que no se recuperó económicamente de la guerra hasta 20 años después y la presencia de una tradición de lucha transmitida de forma soterrada, daban forma a las condiciones para que los comunistas pudieran realizar un trabajo activo y fructífero en los centros de trabajo.
En este contexto el PCE debatía entre dos tácticas: proseguir la lucha guerrillera; o apostar por el trabajo de masas. Tras la consolidación del régimen franquista, después de la segunda guerra mundial, la segunda fue ganando tracción política. Quedaba concretar esa táctica, lo cual fue motivo de fuertes discusiones desde principios de los años 40 hasta la mitad de los 50. El debate se daba entre una política de apoyo a los sindicatos republicanos que, como la UGT, operaban en la clandestinidad; o el entrismo en las organizaciones franquistas como herramienta de lucha. El PCE acabó apostando por la segunda, al irse constatando como la más efectiva en la práctica.
Esta táctica estaba fundamentada en la implantación que el PCE poseía en las fábricas, favorecida por la forma de estructuración celular. Las células dirigían tácticamente la entrada a trabajar de su militancia en las fábricas que agrupaban a más trabajadores y las que contaban con mejores condiciones para la influencia comunista; y orientaban su intervención desde dentro con el objetivo de ganar referencialidad. Referencialidad que no era artificial, sino resultado del principio de ser los mejores compañeros e iguales, comunistas, adaptando esta labor, eso sí, a los marcos represivos existentes y consecuente táctica del partido.
Estos cuadros comunistas concurrían a las elecciones de la OSE para ocupar los puestos de representación de los trabajadores que ofrecía el sindicato vertical. La mayor protección contra el despido y capacidad de negociación frente al empresario eran usadas en favor de una mejor organización obrera en la fábrica. Esto es, servían a los comunistas como apoyo para demostrar, en la práctica, la utilidad del movimiento obrero y de la lucha sindical cuando ésta era desarrollada principalmente por los propios trabajadores y no exclusivamente por los representantes y órganos del régimen. El PCE supo aprovechar los resortes del sistema a su favor y utilizar sus limitaciones para señalar el carácter de clase del régimen del que la OSE era un apéndice más. La táctica fue dando sus frutos. El uso instrumental del sindicato vertical, siempre subordinado a poder construir poder y participación de los trabajadores, permitió al PCE consolidarse en los grandes centros industriales durante los años 50, en un momento de recomposición general del movimiento obrero[2].
Esta es la primera lección para nuestro presente: luchar en todas condiciones, siempre buscando el contacto con la clase; y analizar de forma concreta la utilidad de las estructuras legales existentes como posibles mediaciones tácticas para estimular la lucha de clases. Trayéndolo a nuestro presente: si pasas más tiempo hablando con otros comunistas que con tus compañeros de trabajo o de clase, si rechazas de partida a un sindicato o marco legal sin un análisis concreto de las posibilidades de trabajo dentro de él o si utilizas los puestos sindicales o en estructuras legales únicamente para “representar”, y no para organizar y garantizar una mayor participación del resto de trabajadores, lo estás haciendo mal.
- Actuar como partido: el proceso de ser el intelectual colectivo orgánico de la clase obrera.
La táctica en el sindicato vertical funcionó gracias a la capacidad de los cuadros comunistas de transferir a los nuevos militantes un principio bolchevique fundamental. El principio de que la fuerza del Partido se construye principalmente en la intervención en la lucha de clases. Un comunista tenía que trabajar siempre hacia y desde la clase. No podía aislarse. La cuestión principal y primera tenía siempre que ser el aumento de las capacidades de lucha de la clase. Cuando ya se había consolidado el Partido en un centro de trabajo, había que pensar en la extensión al siguiente espacio sin organizar. Ser comunista sin intervención hacia la clase, sin estar organizado, era un sinsentido. Este principio fundamental de la cultura militante bolchevique estaba muy presente en el PCE cuando empezaron a surgir las primeras comisiones obreras.
Estas comisiones eran grupos de trabajo elegidos por los trabajadores para representar a las plantillas durante las negociaciones con los empresarios. Su origen fue espontáneo: se formaban para denunciar y arrancar mejoras en las condiciones de trabajo, y se disolvían tras la victoria o derrota parcial contra los empresarios. Su éxito y difusión inicial se debía a la defensa de reivindicaciones muy sentidas en las plantillas, por tanto con un alto grado de apoyo colectivo. Las comisiones obreras permitían superar los marcos de negociación y participación del sindicato vertical al basar su legitimidad en las asambleas de trabajadores, y no en la legalidad franquista. Esta superación no implicaba el abandono del uso utilitarista del sindicato vertical. El hecho de que participantes de estas comisiones se presentasen también como candidatos a las elecciones a enlace sindical permitía no solo una mejor posición negociadora, sino también un señalamiento simbólico a legitimidad del régimen cuando los candidatos de las comisiones ganaban a los del franquismo. El carácter participativo de las comisiones educaba políticamente a las plantillas; y permitía la introducción de demandas políticas que situaban la cuestión del poder en la empresa y señalaban el carácter de clase del régimen.
En muchas de estas primeras comisiones obreras participaron activamente cuadros del PCE, que transmitieron al aparato central el fenómeno que éstas suponían. La dirección en el exilio del PCE leyó las comisiones como una respuesta original del movimiento obrero a sus problemas y elaboró una estrategia, aplicada durante los años 60 y 70, para desarrollar estas comisiones más allá de sus planteamientos iniciales.

Mina de La Camocha (Asturias). Durante una huelga en La Camocha se fundó la primera comisión obrera, hito fundacional de Comisiones Obreras
Esta estrategia tenía cuatro líneas fundamentales. La primera, hacer de las comisiones obreras un movimiento que perviviese en el tiempo; es decir, que no se disolviese una vez pasada la negociación de convenios. La segunda, su extensión territorial más allá del ámbito de las fábricas, constituyendo comités regionales y también por rama de la producción. La tercera, utilizar las comisiones obreras como plataforma para la participación dentro de las elecciones de enlaces y jurados sindicales del sindicato vertical. La cuarta, la dotación de carácter sociopolítico al movimiento mediante la incorporación de reivindicaciones que se situaban más allá de la lucha corporativa en el centro de trabajo. De esta manera las comisiones obreras hacían suyas e impulsaban las reivindicaciones que nacían de unos barrios obreros masificados y sin servicios, conectándolas globalmente con la denuncia del carácter dictatorial del régimen y situando su superación como una condición necesaria para la mejora de la vida. Mediante la aplicación de estas cuatro líneas de intervención, las comisiones obreras se convertían en un punto neurálgico desde donde se organizaba la lucha contra el franquismo tanto dentro como fuera de la fábrica. La estrategia del PCE de desarrollo de las comisiones obreras se demostró correcta y fue aceptada orgánicamente, esto es mediante su adopción consciente y colectiva, por muchos de los dirigentes de las comisiones obreras en los centros de trabajo, y por ende, de amplias capas de trabajadores que no eran parte del PCE pero que empezaban a ver a este como el mejor representante de sus intereses.
Desde el plano teórico y abstrayendo matices históricos podemos decir que el PCE se convertía en el intelectual colectivo orgánico de los sectores más avanzados y organizados de la clase trabajadora. Intelectual en cuanto elaboraba una política concreta de actuación basada en la reflexión y comprensión del capitalismo y el desarrollo de la lucha de clases. Colectivo en tanto que esa elaboración se hacía a partir de la experiencia acumulada de la militancia al participar activamente en las luchas de la clase trabajadora. Orgánico porque las elaboraciones políticas e ideológicas del partido partían de la propia clase y era ésta la que refrendaba o no las posiciones partidarias en las organizaciones y movimiento de masas; actuando el partido como el eslabón entre la espontaneidad y la conciencia.
De este exitoso proceso derivamos la segunda lección: convertirse en intelectual de la clase, en el «Partido» en mayúsculas si se quiere, es un proceso. Dicho proceso consiste en su progresivo reconocimiento por parte de la clase trabajadora como la organización que mejor representa sus intereses. Este reconocimiento es posible cuando la acción ideológica, política y organizativa del partido logra inclinar decisivamente la balanza a favor de la clase trabajadora en las distintas instancias y niveles donde se desarrolla la lucha de clases.

Asamblea de trabajadores en Burgos. Fotografía tomada en julio de 1976, primera asamblea obrera promovida por CCOO que se celebró todavía dentro de la ilegalidad
Para ello es fundamental la implantación y trabajo comunista de elevación en conflictos concretos, y esto es posible a través de la forma de organización celular. La presencia enraizada permite que su política beba de la realidad y sea corregida e inspirada por la propia acción de los y las trabajadoras a los que aspira a integrar dentro de sus filas. Pero esta implantación y corrección es inútil si no se tiene nada que proponer a la clase: la organización celular funciona si hay un centro hegemónico que produce ideológicamente y elabora políticamente, que analiza el capitalismo y la correlación de fuerzas y mueve y orienta unificadamente las fuerzas comunistas para mover a crecientes capas de la clase, para elevar la capacidad de combate y participación de la clase en dirección a la superación revolucionaria del capitalismo.
El estudio concreto de la historia del PCE en este periodo de tiempo (finales de los años 40 hasta 1978) debería de hacernos reflexionar sobre cómo este proceso de construcción del «Partido» no puede ser segmentado y amputado en partes. Existe una continuidad organizativa y estratégica entre el PCE debilitado y marginal en la mayoría de partes del país de los años 40 y 50 y el PCE como fuerza hegemónica en las capas más organizadas del proletariado en todo el Estado en la primera mitad de los 70. Es más, una vez que consiguió esa posición de “Partido” en mayúsculas, las formas de trabajo que le habían llevado a constituirse como tal fueron reforzadas, aunque éstas contuviesen de principio fuertes defectos.
En consecuencia, la separación entre el partido en minúsculas y mayúsculas pierde completamente su sentido cuando se analiza el desarrollo histórico concreto de las organizaciones revolucionarias. En vez de establecer separaciones, es mucho más interesante comprender cómo se da en la realidad el proceso por el cuál una organización de vanguardia —esto es, una organización cuyo objetivo estratégico es la revolución socialista— se convierte en intelectual de la clase trabajadora a través de la conexión orgánica con las masas, sus ámbitos de socialización, sus luchas y sus formas de estructuración. Esto se concreta en la planificación de la actividad política sobre los conflictos cotidianos de la clase, la medición del éxito de estas planificaciones y la capacidad de tener elaboraciones político-ideológicas que cubran de forma más profunda y más amplia la totalidad capitalista. En definitiva, se trata de no perderse en la abstracción y centrar los esfuerzos en comprender y practicar los procesos por los cuáles organizaciones como el PCE acabaron convirtiéndose en las referencia de grandes sectores de nuestra clase.
- Primer problema. El papel del partido en el movimiento obrero.
Estos dos aciertos del PCE —trabajo de masas y hegemonía— contribuyeron decisivamente a que fuese el principal partido de la oposición al franquismo en la primera mitad de los años 70. Pero la realidad es siempre contradictoria y compleja: en estos mismos años se empezaban a expresar toda una serie de problemas en la relación entre el PCE y el movimiento obrero, de raíz interna y externa, nacional e internacional, que se acelerarían con la transición.
Los 40 años de clandestinidad afectaron enormemente a la fisionomía del PCE; y, con ello, a cómo la información y las decisiones fluían dentro del partido y, por extensión, en el movimiento obrero. Las organizaciones de base eran hiperdependientes de los liderazgos personales, que eran los únicos que se comunicaban con la dirección en el exilio. La dependencia de estos cuadros favorecía la existencia de camarillas de poder locales. Estas condiciones se agravaron por el estilo de dirección de Santiago Carrillo, poco propenso al debate amplio de las decisiones de la dirección: se dilataron intencionalmente los plazos entre congresos —que podían celebrarse en el exilio— y escaseó la estimulación de la discusión orgánica en el seno del PCE. Los desacuerdos no tenían vía de resolución dentro de la institucionalidad del PCE y, como consecuencia, aunque hubiese ciertos acuerdos generales, se creaban las condiciones ideales para la bifurcación de opiniones, especialmente en las cuestiones relativas al movimiento obrero, que favorecían el crecimiento de familias ideológicas y corrientes.
Por otro lado, esta misma situación de clandestinidad dificultaba que el PCE tuviese una acción directa, propia, constante y autónoma dentro de los centros de trabajo. Lo cual favoreció una diferenciación progresiva, un divorcio, entre los militantes comunistas que estaban en las comisiones y los que se dedicaban únicamente a las tareas partidarias en la clandestinidad. Junto con las presiones de la clandestinidad, la estrategia etapista de toma del poder mediante la victoria en las elecciones —reforzada por otras experiencias nacionales como el Chile de Allende o la posibilidad de victoria electoral del PCI en Italia— tuvo también fuertes implicaciones organizativas que debilitaron la intervención directa y planificada del PCE en los centros de trabajo.
En particular, a mediados de los años 70 se acabó con las células comunistas sectoriales, rompiendo con la organización de los y las comunistas con base en la producción y priorizando en su lugar las agrupaciones territoriales: grandes asambleas de militantes agrupadas por territorio. Las agrupaciones territoriales dificultaban aún más la intervención específica sobre el centro de trabajo; al ubicar en un mismo espacio orgánico a militantes con situaciones muy distintas, frente a la concreción que permitían las células sectoriales.
Esta combinación de factores internos y externos provocaba a su vez confusiones y problemas organizativos constantes en las relaciones entre el PCE y las comisiones obreras. Las luchas entre familias y facciones se trasladaban a las comisiones, que eran vistas como la joya de la corona de los comunistas. No era raro que militantes del PCE llegasen a reuniones claves de las comisiones sin una posición consensuada o directamente enfrentada. Tampoco era raro que asuntos que incumbían solamente al PCE se discutieran en los órganos del sindicato. En el fondo de estos problemas estaba la falta de claridad entre las fronteras del partido de masas eurocomunista y la organización sociopolítica que eran las comisiones obreras.
El nuevo escenario que se desplegó durante la transición aceleró rápidamente las consecuencias de esta falta de claridad. Por un lado, la acción del gobierno de Suárez y la dupla PSOE-UGT fue orientada desde 1975 a impedir por todos los medios un aumento de la fuerza comunista en el movimiento obrero. Suárez fue bien asesorado por consultores estadounidenses, expertos en purgar a comunistas dentro del movimiento obrero, con el objetivo de suavizar la influencia del PCE. Por otro lado, el PSOE y la UGT en su estrategia de convertirse en la principal fuerza de “la izquierda” evitaron la colaboración directa con el PCE y comisiones obreras. Rechazaron la constitución de una central sindical unitaria en 1976 creando de facto un entorno sindical competitivo que favorecía la desunión y fragmentación de la clase trabajadora. Suárez aprovechó esta competitividad para beneficiar a la UGT, legalizándola meses antes que a las comisiones obreras. Ello, junto con la ingente financiación que recibían tanto la UGT como el PSOE de los partidos socialdemócratas europeos, garantizó el despliegue por todo el país de un sindicato que había estado desaparecido durante la mayoría de años del franquismo.
La consolidación de UGT hizo que el PCE se decidiese por transformar el movimiento de las comisiones obreras en una central sindical al uso que debía de competir en las elecciones sindicales; esta vez no contra los delegados del régimen franquista, sino contra otro sindicato de clase. Los fuertes y profundos debates en el seno del PCE al respecto del tipo de sindicalismo que debían hacer las comisiones obreras contrastaba con la ausencia de desarrollos en torno a qué tipo de relación debía tener el PCE con el movimiento obrero en general, más allá de la propia intervención dentro de las comisiones obreras.
- Segundo problema. Evitar el aislamiento; evitar ser PSOED.
La falta de clarificación del PCE respecto a su papel en el movimiento obrero era uno de los muchos problemas derivados de la estrategia eurocomunista: es decir, del planteamiento de que se podía llegar al socialismo por medio de la ampliación de la democracia dentro de las democracias liberales capitalistas. El paso previo para esta “ampliación” era lograr el fin de la dictadura y el paso a una forma de gobierno democrática y antimonopolista. Lograr alcanzar esta “etapa” había sido el objetivo estratégico fundamental del PCE durante más de 30 años. Para ello el PCE había apostado por la contrucción de un poder dual, es decir instituciones obreras enfrentadas directamente al Estado franquista, como las comisiones obreras. Sin embargo, en el momento en que se abría la transición, la dirección del PCE rechazó el desarrollo de este poder dual opuesto al Estado. Una vez abierta la posibilidad de transformación del estado el poder dual, los “espacios de libertad” que existían dentro del franquismo, dejaban de tener sentido por sí mismos. Así los movimientos y estructuras de masas donde el PCE era hegemónico se subordinaban a la construcción de instituciones más democráticas dentro del estado capitalista y en vez de desarrollarse por sí mismas. La dirección del PCE, consecuente con la política eurocomunista, sentaba así las líneas estratégicas que han asumido con distintos matices todas las formaciones a la izquierda del PSOE con estrategias etapistas desde los años 70 y que siguen presentes a día de hoy en Podemos, Sumar y otras fuerzas.
A lo largo del artículo se ha evitado llamar revisionista o socialdemócrata al PCE porque si algo enseña estudiar la historia del movimiento comunista en España es que las etiquetas sirven para sentirse bien; pero no para comprender, y mucho menos para actuar. Así que en vez de llamar a Santiago Carrillo revisionista por ser el principal responsable y cerebro de la estrategia eurocomunista en España, diremos que tiene el dudoso honor de inaugurar una larga lista de líderes políticos a la izquierda del PSOE que pensaron que podían aliarse con él para lograr sus objetivos. Pero Santiago Carrillo y los miles de comunistas del PCE que apoyaban sus tesis no eran tontos, ni revisaban las tesis del leninismo porque sí. Si buscamos herramientas transformadoras en la historia en vez de autocomplacencia, hay que asumir el principio de que nadie es el malo de su propia película.
La revisión de los principios leninistas por parte del eurocomunismo respondía a una correlación de fuerzas histórica (el enfrentamiento internacional entre la URSS y USA); y su fundamentación tenía una lógica interna que es importante entender, pues entraña el problema esencial que que el conjunto del movimiento comunista del siglo pasado no supo resolver dentro de los países occidentales. La cuestión era la siguiente: una vez ganada para el campo de la revolución la “vanguardia obrera”, es decir, los sectores de la clase trabajadora más combativos; cómo hacer para extender la influencia del partido sobre el resto de capas sociales. El aislamiento respecto de estas capas amenazaba al PCE, debido a la presión que el PSOE y la UGT eran capaces de ejercer en un momento en que el desarrollo del capitalismo y la correlación de fuerzas posibilitaba ciertas mejoras para la clase trabajadora sin necesidad de apelar a la transformación radical del sistema capitalista a través de la generación de poder propio de la clase.
Esta presión por el problema del aislamiento se trasladaba a las propias comisiones, que empezaban a ver en su vinculación con el PCE un problema para consolidarse como primera central sindical del país. La moderación del PCE respondía a un intento de evitar este aislamiento y acercar al partido a las clases profesionales e intelectuales. Una moderación que además era impulsada con más fuerza por los sectores “renovadores” que provenían de los sectores profesionales e intelectuales y que ya no tenían vinculación con la tradición de la III Internacional; como si la tenían Carrillo y otros dirigentes más viejos del PCE. En definitiva, la estrategia eurocomunista había provocado un viento de cola por el cuál sectores acomodados y con posiciones de dirección dentro la clase trabajadora, es decir aristócratas obreros en términos leninistas, podían impulsar sus intereses con fuerza dentro del Partido.
La moderación no funcionó. El PSOE se convirtió en el principal partido de oposición cimentando un sistema bipartidista sin necesidad de contar con el PCE. El PCE fue legalizado, participó en la redacción de la constitución y en la firma de unos pactos de la Moncloa que se mostraron altamente insatisfactorios para la clase obrera. Empezó un declive donde el PCE hegemónico perdió peso rápidamente ante un PSOE renovado que empezaba a poner las bases para convertirse en el principal partido de Estado tras la transición gracias, en gran parte, a su eficaz influencia sobre el movimiento de masas.
La derrota de la estrategia de moderación del PCE sacudió fuertemente a un partido que llevaba siendo criticado por dicha estrategia desde hacía muchos años. El abandono por parte de la dirección del PCE de buena parte de sus señas de identidad en el proceso de moderación, incluyendo el abandono nominal del leninismo así como la conciliación con el gobierno en medio de una fuerte depresión económica, causó una dura crisis en buena parte de su militancia. Una crisis que se reforzaba con la sensación de que el PCE estaba frenando la lucha en la calle para cumplir con las aspiraciones de presentarse como un partido de gobierno y respetable. El PCPE y los CJC agruparon gran parte de ese descontento en 1984 y 1985 respectivamente.
La fragmentación del espacio político comunista, en contexto de ofensiva capitalista durante los 80, repercutió al movimiento obrero. Las disputas entre partidos se trasladaban al sindicato, las estrategias partidarias colisionaban y dificultaban una práctica común, la falta de unidad de los comunistas en el movimiento de masas se volvía así en un problema añadido a una relación ya altamente viciada y compleja entre las organizaciones políticas y las CCOO que habían conseguido estabilizarse como principal fuerza sindical del país junto con UGT. La coyuntura nacional e internacional, especialmente con el inicio de la perestroika en la URSS, impidieron que el PCPE pudiera elaborar una estrategia clara.
Ni la estrategia y vida interna eurocomunista del PCE de Carrillo, luego continuada con matices por sus sucesores, ni la contradictoria dinámica de resistencia que imbuyó al PCPE entonces, permitieron retomar adecuadamente el problema sobre el que habían empezado a reflexionar los principales cuadros de la III internacional tras el fracaso del periodo de revoluciones en Europa abierto por la revolución de octubre. Esto es: cómo hacer la revolución en el complejo entramado social de las democracias liberales capitalistas sin ser aislados, social y políticamente, por la acción del reformismo socialdemócrata en el movimiento obrero.
- Comenzar de nuevo
Esta vez no fue la aniquilación física, sino los mecanismos de consenso y la acción socialdemócrata en un contexto de ofensiva capitalista quienes fueron minando de forma progresiva la influencia comunista. Tras la caída de la URSS, las capacidades de dirección de los comunistas languidecieron aún más, haciéndose crónica la falta de una estrategia unificada y operante —esto es, que se cumpliese más allá de la aceptación formal— hacia los sindicatos y el movimiento obrero en general. Pero el capitalismo, en su desarrollo, también planta las semillas de sus futuras contradicciones. Igual que el movimiento obrero, los y las comunistas somos fruto del propio modo de producción. Pese a la brutal derrota del siglo XX, seguimos existiendo y conforme cicatrizan las heridas, podemos examinar mejor los aciertos, errores y problemas no resueltos derivados de esta derrota.
El PCE acertó en utilizar el sindicato vertical y fundirse con la clase tras el fracaso de la política guerrillera. También acertó en asumir la función de intelectual colectivo orgánico aún cuando su influencia sobre la clase era limitada. Los comunistas del PCE y del PCPE no supieron elaborar una nueva política exitosa que clarificase las relaciones partido-movimiento obrero en el nuevo contexto sindical en democracia. Tampoco pudieron desplegar una estrategia revolucionaria capaz de evitar el aislamiento al que los empujaba la socialdemocracia, tanto dentro del movimiento obrero como fuera de él.

Huelga en la construcción en Madrid 1980
Desde el PCTE y los CJC seguimos realizando un profundo trabajo de análisis de estos aprendizajes con el objetivo de integrar los aciertos en nuestra práctica militante. La adopción del giro obrero como política partidaria significa volver a priorizar la intervención entre la clase frente a las políticas de unidad abstracta; lo cuál nos ha permitido acumular una rica experiencia en el movimiento obrero, estudiantil y vecinal. También hemos realizado intervenciones de activación, extensión, estructuración y consolidación de movimientos de masas de forma efectiva; asumiendo con humildad pero con decisión las tareas históricas del partido comunista.
Esto implica mirar de frente a los problemas fundamentales que la realidad y la historia nos plantean y abordarlos y enfocarlos a través del debate y la acción colectiva. Hace 4 años desarrollamos la III Conferencia de Movimiento Obrero y Sindical, en la que debatimos sobre las tareas del partido en este ámbito. Los acuerdos conferenciares son ahora directrices de intervención que aún con mucho por aprender clarifican el papel del Partido en el movimiento obrero. En 2021 el Manifiesto Programa sintetizó los elementos fundamentales de nuestra estrategia. En 2025, cuatro años después, nos proponemos desarrollar y profundizar algunos de sus lineamientos en el Congreso del PCTE, preguntándonos por el partido que, sobre la base de éstos, necesita nuestra clase. En todas las condiciones, tomando la realidad que nos ha sido legada, ser comunista es ser responsable con las tareas de la revolución.
[1] El etapismo es una orientación estratégica que señala la necesidad de alcanzar formas estatales intermedias antes de llegar a la dictadura del proletariado. En el contexto de los años 30 de auge del fascismo la táctica de los frentes antifascistas dividía a la burguesía en dos secciones una reaccionaria y otra democrática. Por tanto frente al fascismo se apostaba primero por mantener una república democrática apoyada por estos secotres burgueses democráticos que había que consolidar antes de dar el salto a la república socialista. Esta estrategia por “etapas” tiene como resultado que se pospongan las tareas relativas a hacer la revolución en el presente. A la estrategia por “etapas” frentepopulista le acompañaron después otras como la de “reconciliación nacional” o de “república antimonopolista” que seguían estableciendo estadios intermedios entre el estado capitalista y el estado proletario.
[2] En esta recomposición las organizaciones católicas inscritas dentro de la doctrina social de la Iglesia como las JOC o la HOAC tendrían un papel fundamental y servirían de punto de contacto para muchos jóvenes que acabarían siendo importantes cuadros del PCE. El PCE elaboró a su vez una táctica hacia estos sectores como consecuencia de la política de reconciliación nacional.