De mi infancia guardo un recuerdo con agridulce cariño: «Eva, los besos se dan solo cuando tú quieras darlos» me decían mis padres sobre esas situaciones en las que todo niño se ve solicitado de mostrar afecto hacia adultos que vaya usted a saber quién son. Más pronto de lo que ellos hubieran querido, aprendí que no era una exhortación de infancia, sino un consejo cargado de amor para una vida de mujer en la que, sabían, iba a ser necesario. Tengo también de mi niñez grabado muy nítidamente otro recuerdo, uno que a mis tres años me impactó, rompió y frustró como un jarro de agua fría inesperado: ocurrió que mis vecinos no me dejaron jugar a los coches en el patio de casa por ser una chica. Por primera vez, en mi aún incompleto mapa del mundo, los mandatos sociales me prohibían algo por ser mujer. Pero, aunque nunca me gustaron demasiado las muñecas, a los cinco ya discutía con mi padre porque no quería usar «la ropa de chico» que me compraba. Y a los trece, yendo en metro a clase de inglés en un vagón casi vacío, un viejo ataviado con un pantalón corto de deporte sin ropa interior se masturbó mirándome en el asiento de en frente y se convirtió en responsable de mi primera violencia sexual.
A pesar del consejo de mis padres, que procesé con mente adulta más tarde de lo que ellos habrían querido, he dado besos sin querer darlos. Pero esta historia no es la mía, ni es solo una historia de infancia: es la historia de todas. Es la historia de no decir nunca que no —a lo que sea— y achicarte; la de aprender a decir «no». La de la tramposa satisfacción sentida al cumplir expectativas —que no son nunca las propias— seguida de la lúcida y dolorosa rabia porque «quién eres tú realmente». La de la costumbre de no ser reconocida más que superficialmente y saberte en la obligación de demostrar que «eres» (capaz, lista, dirigente, lo que sea), a veces incluso a ti misma; la de competir, y no querer competir, y sentir culpa por ello. Es la historia del maltrato, la de la dependencia económica en la pareja (o la del maltrato y la dependencia). La historia de las violaciones, la de los TCA, la de no soportar los espejos pero acudir a ellos varias veces al día para comprobar que esa pequeña cosa que enmienda la totalidad de tu ser sigue en su sitio y que, efectivamente, «tú-no-vales». Es el mito de la abnegación y la frustración final de haber dedicado tu vida al resto menos a ti. Existir mujer se aprende, y todas, a la fuerza de la vida social, hemos tenido que aprender la violencia (y aprender a huir de ella de las formas más astutas); pero también a decir basta.
Muchas, efectivamente, han sido las que han dicho basta a lo largo de la historia y han dedicado su vida a construir y reforzar las herramientas históricamente necesarias para dejar de sufrir; mucho les debemos también. Porque en la pulsión entre lo nuevo y lo viejo, luchar por el basta definitivo, por el pan y por las rosas, por la plena igualdad real de todo el género humano, nos obliga a mirar escrupulosamente la historia de las que nos precedieron, en íntima y orgánica relación con la historia general; y a aprender y concluir de ella, de sus premisas, potencialidades y limitaciones, un camino de liberación.
Los primeros pasos en la historia de la mujer obrera y la base social de la desigualdad:
Mejor que nadie sintetizó esta idea Clara Zetkin, eterna y universal dirigente de las mujeres obreras del mundo, cuando afirmó que fue «la concepción materialista de la historia [la que] nos permitió situar, con claridad, la lucha de las mujeres en el flujo del desenvolvimiento histórico general, y de ahí ver la justificación y los límites históricos a la luz de las relaciones sociales generales, reconocer las fuerzas que la animan y dirigen, los objetivos que persigue, las condiciones en las cuales los problemas existentes pueden encontrar solución».
Las mujeres asomamos como actrices en la historia tan pronto como se gestaron las condiciones para que tomásemos conciencia de nuestra desigualdad. Lo que entonces se llamó cuestión femenina apareció ligada al ascenso de la burguesía al poder, a la revolución del orden económico-social anterior y el consecuente afloramiento de los problemas que a la sociedad burguesa le eran inherentes. A la vez que aparecieron las primeras reivindicaciones por la igualdad política de las mujeres, tuvo lugar su incorporación masiva a la producción: la forma patriarcal de familia adoptó un nuevo contenido, capitalista, cuando dejó de ser unidad productiva autónoma para convertirse en unidad económica; en la que el salario del marido dejó de ser suficiente y entonces también la mujer tuvo que buscar fuera, en la sociedad, el sustento para su prole.
Este hecho histórico volvió indisoluble el movimiento obrero de la lucha de las mujeres por la igualdad; y a su vez confirmó —si el proletariado era la clase social revolucionaria—, que el movimiento obrero (que no fue nunca sociológicamente patrimonio masculino), y, por tanto, su ensanchamiento, era la condición material de la liberación de la mujer. El grado de organización y conciencia de las mujeres obreras se tornó así elemento decisivo para el triunfo revolucionario, y la revolución, a su vez, en el único marco de acción que implicaba la destrucción del fundamento social de la opresión femenina: la propiedad privada en general y la relación social capitalista en particular.
Pero esta cuestión no se comprendió ni temprano ni fácil por un movimiento obrero que daba sus primeros pasos en la historia, aún «como mero apéndice de la democracia pequeñoburguesa y con un horizonte revolucionario todavía confuso». De la mano de las primeras revoluciones burguesas triunfantes nació la reivindicación de iguales derechos políticos para la mujer y, de su mano, también el sufragismo: pero esta historia, la de Olympe de Gouges, Séneca Falls o Mary Wollstonecraft, ya la conocemos.
Los ecos revolucionarios se volvieron a escuchar en 1848. El Manifiesto Comunista, conclusión del «primer movimiento obrero internacional», llegaría su culminación con el periodo revolucionario de 1848-1849 que atravesó Europa. En él, genialmente se identifica el verdadero contenido material de la opresión de la mujer cuando se afirma el programa comunista como vía para «acabar con la situación de la mujer como mero instrumento de producción»; y, a la luz de su publicación y comprobación de su contenido, la lucha de clases proporcionó valiosas lecciones. La interrelación del movimiento obrero con las reivindicaciones políticas de las mujeres se tornó en una forma particular de manifestación de la interrelación del movimiento obrero con el programa democrático-burgués. Parafraseando a Clara: los albores de la libertad, todavía envueltos en la niebla matinal, ocultaron el irreconciliable conflicto de clase entre burguesía y proletariado.
Paradigmática en tal sentido fue la revolución de febrero francesa, en el marco de la cual las mujeres de la pequeña burguesía (embriagadas de los aromas de masiva participación femenina en 1789) se organizaron clamando por su equiparación política; y tras ellas concurrieron las proletarias. El desarrollo particular favoreció la vinculación de la lucha de las mujeres con el movimiento obrero. Y en el periodo reaccionario subsiguiente, cuando la Asamblea se posicionó contraria a las reivindicaciones políticas de la mujer, «se puso de manifiesto que la suerte del movimiento femenino estaba hermanada con la suerte del movimiento obrero».
No ocurrió así en Alemania, donde el desarrollo capitalista y la maduración de las contradicciones de clase condujo a una situación de paradoja histórica y punto muerto en que la revolución «se vio enfrentada a un conflicto de clase tan avanzado entre burguesía y proletariado, que no podía actuar sin que la correlación de fuerzas entre estas dos clases se inclinara a favor del proletariado, propiciando con ello el desarrollo de una revolución propiamente proletaria». La revolución alemana quedó, de esta forma, atrapada, y así también se paralizó el alcance de la lucha de las mujeres por su emancipación. Una vez más, se demostraba la vinculación de la lucha de las mujeres y el movimiento histórico general.
A las derrotas de aquel periodo revolucionario le siguió una etapa de repliegue y recomposición del movimiento obrero. Tiempo en que se vivió un proceso de desarrollo capitalista, amplificación y unificación de la clase y maduración de contradicciones entre burguesía y proletariado, acelerándose en ese marco el proceso de incorporación de las mujeres a la producción. Pero esta incorporación resultó históricamente desigual: en ella, el capitalismo encontró sustento social para acceder a fuerza de trabajo más barata y subsidiaria, prescindible y ajustable, socialmente educada en la sumisión y que resultaba además en presión a la baja de las condiciones generales del conjunto de la clase obrera. La mujer proletaria se convirtió, a ojos de sus compañeros, en una concurrente desleal que, además, disponía de menor tiempo para atender las tareas domésticas que históricamente había asumido. La incorporación de la mujer proletaria a la producción capitalista, aunque premisa histórica de su liberación, no solo no supuso la igualdad respecto del proletario hombre, sino que resultó en fundamento material (social) de la desigualdad, la multiplicidad de formas de violencia sufridas y su consolidación como costumbre y psique en todos los sectores de la sociedad.
Los iniciales debates del movimiento obrero acerca del trabajo femenino
En 1864 tendría lugar en St. Martin’s Hall el mitin fundacional de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), la Primera Internacional: «El movimiento obrero comenzaba a dejar atrás su infancia, pero para que entrase plenamente en una etapa más madura aún era necesario confrontar las teorías pequeñoburguesas presentes en su interior». Y una de las batallas libradas sería en torno al trabajo femenino. Frente las posturas de los proudhonianos franceses, que defendían que el trabajo fabril embrutecía a la mujer por no corresponderse con su «naturaleza» —que la relegaba a la función doméstica y la educación de los hijos—, fue el comunismo científico quien pudo esclarecer lo reaccionario de estas posiciones. En el Congreso de Ginebra (1866) la AIT adoptó la resolución elaborada por Marx (que por entonces se encontraba inmerso en sus estudios del capital) que rechazaba los argumentos biologicistas y consideraba la incorporación de las mujeres a la producción social como factor de progreso.
La genialidad de Marx y Engels residió precisamente en que no solo comprendieron el carácter social del papel subsidiario de la fuerza de trabajo femenina en la producción capitalista; sino que entendieron la potencialidad histórica y revolucionaria que subyacía a la industrialización del trabajo femenino: «En la proletaria que sufre en la fábrica, Marx y Engels han descubierto la compañera de lucha que puede empuñar la espada para el hundimiento del capitalismo, para la instauración de la sociedad comunista, en la cual el pleno derecho de la persona será también derecho inalienable de la mujer». Y así, al calor de la actividad de la Primera Internacional, cientos de obreras se incorporaron a la lucha cotidiana y se educaron políticamente, formando parte de un proceso de preparación y maduración general de la clase para las batallas que estaban por venir.
En 1871 la fuerza del proletariado conquistó el poder estatal por primera vez en la historia. La Comuna de París, que «no fue organizada directamente por la AIT, [pero que] fue sin duda su hija espiritual» alumbró prácticamente las enseñanzas del movimiento obrero revolucionario a nivel internacional. Dicho acontecimiento convirtió en protagonistas a las amplias masas de mujeres; que combatieron valientes desde los primeros días de la revolución hasta la Semana Sangrienta de mayo, cuando las tropas del gobierno penetraron en París y las comuneras defendieron la revolución con las armas en la mano y desde la primera línea de las barricadas. Durante los escasos dos meses que duró la Comuna se adoptaron medidas favorables a la educación de las mujeres, así como se crearon guarderías y se dio apertura, gracias al impulso de las socialistas entre las que destacó Elisabeth Dimitrieff, al debate en torno a la igualdad salarial. El Manifiesto del Comité Central de la Unión de Mujeres para la Defensa de París y el Cuidado a los Heridos deja constancia de la vitalidad con la que las mujeres parisinas participaron en los eventos revolucionarios.
Los debates en la AIT, dentro de los cuales la cuestión del trabajo femenino solo fue una expresión particular, se saldaron con el triunfo político-ideológico del marxismo en el Congreso de la Haya (1872) que sería, sin embargo, el último; pues en 1876 la AIT cesaría su actividad. Tras la muerte de Marx en 1883, Engels tomaba el relevo de la dirección intelectual del movimiento obrero, en paralelo a la entrada del capitalismo en su fase imperialista (1871-1917) cuyo contenido material sería el desarrollo de los monopolios y el capital financiero. La burguesía asentaba su poder y enraizaba y complejizaba sus mecanismos de dominio y consenso, iniciándose así su etapa plenamente reaccionaria que se extiende hasta nuestro presente. El desarrollo de la producción, el asentamiento social de la incorporación femenina a la producción, generaba también las condiciones de la progresiva transformación de las formas, costumbres y tradiciones familiares que, no obstante hasta hoy, para la clase obrera continúan erigiéndose sobre la base de la unión y dependencia económica de los productores entre sí, sin la cual no es posible —en tanto un único salario no es suficiente para vivir— la propia reproducción de la fuerza de trabajo.
Imperialismo y oportunismo: el papel de las mujeres comunistas en la lucha contra el reformismo
Por aquel entonces, una nueva generación de marxistas impulsaba la construcción de partidos nacionales, que fueron sede y arena del histórico combate entre reforma y revolución. Las superganancias imperialistas facilitaron el aburguesamiento, por sus condiciones inmediatas de vida asemejadas a las de la pequeña burguesía, de una capa de obreros que fue incorporada a los aparatos estatales y copó, junto a la intelectualidad y la pequeña burguesía, las cúpulas de los sindicatos y partidos socialdemócratas. Desde su nacimiento, la II Internacional estaría marcada por este trasfondo; resultando la cuestión femenina en una expresión particular de aquel debate.
El deslinde político–ideológico era necesario también entre el movimiento de mujeres burgués —entonces organizadas en torno a la reivindicación del sufragio femenino— y las mujeres proletarias. Las principales dirigentes de los partidos socialdemócratas, con el partido alemán, por entonces, en el epicentro del movimiento revolucionario, supieron posicionarse firme y fundamentadamente en favor de la revolución. En el Congreso de Gotha del SPD (1896) se expresó la pugna entre el revisionismo de Berstein que apostaba por la alianza con el movimiento de mujeres burgués y Clara Zetkin, que sentaría las bases de la posición consecuentemente revolucionaria.
Nuestras dirigentes plantearon el deslinde, en una fase en la que las mujeres aún se encontraban en lucha por la igualdad de sus derechos políticos respecto del hombre, como una cuestión de clase, por tanto, de programa político. Reconocían la legitimidad del movimiento burgués de mujeres en su pugna final, estratégica, por la igualdad económica y política (es decir, por la libre concurrencia de hombres y mujeres en la sociedad de clases); pero sabían que esta era una igualdad capitalista, alcanzable para ellas dentro los márgenes de la explotación asalariada y que, por tanto, no podía resolver los problemas de la mujer trabajadora, cuyo horizonte estratégico de liberación se situaba en la superación de la relación social capitalista. Esa y no otra era la trinchera divisoria entre uno y otro movimiento; pero esta trinchera implicaba también cuestiones tácticas y de organización.
Así, el contenido material revolucionario o reaccionario de las reivindicaciones defendidas y articuladoras de la lucha de clase era fundamental: mientras parte del movimiento burgués de mujeres alegremente daba la espalda a las trabajadoras y defendía el sufragio femenino censitario, el movimiento obrero sabía que el interés revolucionario estaba contenido en la promoción y agitación en torno a la consigna del sufragio universal. Para las proletarias, el sufragio universal no era la consigna estratégica de los sectores femeninos de la clase: pero sí entendían que significaba la conquista de un derecho político que facilitaba la incorporación y educación política de miles y miles de mujeres. Se trataba, por tanto, de una posición fundada en el materialismo histórico; en la comprensión de la necesidad de incorporar a la lucha revolucionaria a las mujeres en igualdad de condiciones que sus compañeros.
La práctica política era el otro elemento de separación y deslinde. Frente al legalismo reformista y las formas burguesas de participación, para el comunismo —a las puertas de verse abocado por la historia y el imperialismo a un proceso de profundización y desarrollo político-ideológico de su estrategia y programa— la clave de bóveda de la multiplicidad de formas de acción era su supeditación a la estrategia revolucionaria: «no es una cuestión —decía Clara en 1896— de formular de bellos deseos y demandas útiles, sino de poner en pie un poder social capaz de implementar esas demandas en la práctica».
Entre 1900 y 1908 el SPD celebró cinco conferencias de mujeres, en las que Clara Zetkin, por entonces directora del periódico Die Gleichheit (La igualdad) jugó un papel fundamental. En ellas se sentaron las bases teóricas de la primera Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, celebrada en Stuttgart en 1907; que sesionaría paralela al congreso de la Internacional Socialista en la misma ciudad, en el que a propuesta de Lenin y Rosa Luxemburgo se adoptaría la famosa resolución que comprometía a los partidos a «aprovechar la crisis económica y política creadas por la guerra para agitar los estratos más profundos del pueblo y precipitar la caída de la dominación capitalista». Dicho Congreso asumió también las conclusiones de la mencionada Conferencia, adoptando la reivindicación del sufragio universal frente a las corrientes liberales (que se oponían al voto femenino) y las que apostaban por el sufragio censitario femenino.
La Segunda Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, que sesionaría en Copenhague en 1910, además de crear el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer —a propuesta de Clara— ratificó las conclusiones del Congreso de Stuttgart. La Tercera Conferencia, calendarizada en agosto de 1914, no pudo celebrarse. La guerra mundial estalló y, con ella, se consumó la traición del oportunismo. No obstante, en noviembre de aquel año el Comité Central del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, a través del comité de redacción de la revista Rabotnitsa (Trabajadora) conformado, entre otras, por las bolcheviques Inessa Armand y Nadezhda Krupskaya, instó a Clara Zetkin a convocar una conferencia no oficial que unificase al ala izquierda del socialismo internacional.
Finalmente, en la primavera de 1915, delegadas procedentes de ocho países se reunieron en Berna en la Tercera Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas. Las bolcheviques trataron de convertir aquella reunión en un primer momento de la conformación de una Tercera Internacional; topándose, sin embargo, con las resistencias de una mayoría de las delegadas presentes. Fue Clara quien resolvió los bloqueos a través de una resolución que conseguía posicionar a la Conferencia bajo la consigna «guerra a la guerra» y la reconocía como «un importante paso adelante hacia la restauración de la Internacional Obrera».
Las bolcheviques y la experiencia de la Internacional Comunista
Aunque la Conferencia no cumplió plenamente el papel deseado, colocó a las mujeres comunistas a la cabeza de la recomposición del movimiento obrero revolucionario a nivel internacional. En palabras del POSDR: «Las representantes de la mayoría en la Conferencia han dado solamente un paso adelante, tímido e indeciso, pero la vida las llevará más allá y las radicalizará». El 8 de marzo de 1917 haría de la manifestación de mujeres la primera piedra de la revolución victoriosa de octubre; cuyo contenido político se esboza en el artículo de este número dedicado a conmemorar el centenario de su principal dirigente. Octubre fue el mayor exponente de una batalla contra el oportunismo que se libraba también en otros países: mientas en Rusia tenía lugar la guerra civil contra la burguesía, en Alemania Clara Zetkin sería destituida por el SPD de su cargo de editora de Die Gleicheit —que se había convertido en «órgano espiritualmente unificador y dirigente de la Internacional Socialista de Mujeres» y, junto a otros revolucionarios consecuentes fundaría la Liga Espartaco, primero, y el Partido Comunista Alemán, después.
En 1919, a la luz de la experiencia bolchevique, que hacía temblar los cimientos del capitalismo en toda Europa, nacía la Tercera Internacional: centro dirigente fundado sobre los principios revolucionarios que unificaba políticamente a los partidos comunistas del mundo, fomentaba el deslinde de campos y favorecía su conformación como partidos de vanguardia. La Internacional Comunista, IC a partir de ahora, comprendió desde el principio la importancia de la participación activa y dirigente de las mujeres en las tareas revolucionarias.
En la Rusia soviética, el proletariado, a través de la toma del poder, había conquistado para sí la totalidad de los derechos políticos y civiles. La obrera, corporeizando por fin las aspiraciones y programa del Manifiesto, dejaba así de ser «instrumento de producción», en el trabajo y en la familia (para lo cual se trabajó por la socialización de las tareas reproductivas que fomentaran las condiciones para la abolición de la dependencia familiar y abrieran camino a la unión libre y voluntaria entre compañeros y camaradas), abriéndose una fase de destrucción y de lucha contra las viejas formas enraizadas aún en la conciencia de los obreros. Fue así la propia concurrencia revolucionaria de la mujer en la lucha de clases, su organización independiente y participación en la vida política codo a codo con sus compañeros de clase, lo que sentó las bases materiales de su liberación.
Pero los temblores de la revolución no consiguieron extenderse y realizarse en Europa. Lenin y los bolcheviques comprendieron (frente a los riesgos del oportunismo de izquierdas y el sectarismo que por entonces amenazaba los Partidos Comunistas) la necesidad de que, en un dominio capitalista más asentado y enraizado en la vida social, el partido de vanguardia actuase ante el auditorio de las masas superando la mera agitación en dirección y hegemonía. Sintetizada en la consigna ¡A las masas! del III Congreso de la IC, la táctica del Frente Único gobernaría también la política comunista entre las mujeres obreras; que ya desde su II Congreso trabajaba en la perspectiva de ganar a la mayoría de las mujeres para el campo de la revolución. La Internacional, que organizaba sistemáticamente conferencias de mujeres socialistas y desde 1920 se dotó de un Secretariado Internacional de Mujer, aprobó en este congreso un informe que orillaría en las Tesis para la propaganda entre las mujeres. Si la política de la IC en materia organizativa era clara —ubicando el puesto de combate de la mujer proletaria en el Partido y al lado de su compañero— también reconocía la necesidad de dotar a éste de organismos especiales que asegurasen el trabajo comunista entre las masas de mujeres.
El VII Congreso de la IC fue el último, que adoptó la política del Frente Popular errando «al no ligar acertadamente la lucha contra el fascismo con la lucha por el poder obrero» y poniendo en riesgo la independencia política proletaria. Ello, no obstante, no impediría la referencialidad y crecimiento de los partidos comunistas en su lucha contra el fascismo, en la que las mujeres ocuparon un papel ejemplar, tal como se desarrolla para el caso español en otro de los artículos de este número. Pero en 1943 la IC se autodisolvía, dejando huérfano al movimiento comunista de una estrategia revolucionaria única y abriendo así las puertas al hasta entonces superado diversionismo nacional, que en nuestro país adoptaría la forma de eurocomunismo. El 26 de noviembre de 1945 nacía en París la Federación Democrática Internacional de Mujeres (FDIM), a decisión del Primer Congreso Mundial de Mujeres que nunca llegó a suplir la labor unificadora de la Internacional; y en cuyo seno hoy gobierna la orientación oportunista que retrocede en muchos de los debates superados históricamente por el socialismo.
Manifiesto: nuestra historia se escribe en tinta roja
A pesar de las discontinuidades, características de un periodo de recomposición de los partidos comunistas tras el triunfo temporal de la contrarrevolución, que dio marcha atrás a la historia y los avances conseguidos tras la primera revolución proletaria victoriosa, la lucha de las mujeres obreras no se ha detenido. El hilo rojo que nos une con la historia aquí contada no se ha roto: y no se romperá en tanto que nos unan los presupuestos sociales sobre los que se levanta una historia de opresión y explotación; y en tanto sigan estando en nuestras manos las tareas que empezaron, continuaron e incluso pudieron llegar a culminar los millones de mujeres obreras, militantes y dirigentes que escribieron en rojo nuestra historia.
Por eso este breve recuerdo aspira a que alguna de las jóvenes que llegue a él concluya en organizarse con sus compañeras y, que cuando lo haga, se encuentre que las herramientas de las que dispone para ello están preparadas y a punto para ser utilizadas; preparadas por la historia y la labor de miles y millones de militantes anónimas. El tiempo en la revolución es un bien precioso; y el olvido es tiempo perdido en la lucha general que la clase obrera libramos hoy contra el yugo de nuestra explotación. Por un mundo libre y nuevo en que dejen de existir de una vez y para siempre los besos que no quieren ser dados, las mujeres hoy no tenemos un minuto que perder en reactivar y recomponer toda nuestra vitalidad histórica y revolucionaria.