Si fracasó no fue por mí, pues en la lucha con sangre roja quise morir.
U. H. P. (Uníos Hermanos Proletarios) es el emblema de la Revolución española, y fueron los obreros de Asturias y del norte de León y Palencia los primeros en levantar su estandarte. Les emularían poco después los trabajadores de toda España durante la guerra civil. Con aquella consigna se saludaba a los amigos y se amenazaba a los enemigos, tan pronto era una declaración de guerra grabada en un tanque, como protagonizaba las canciones infantiles de los niños de las barriadas. El signo de Marx, que decía la canción, es celebración y sentencia, orgullo y odio, fiesta y condena, democracia para los nuestros, dictadura para los enemigos. En resumen, consigna de poder obrero, que en el caso español encontró su primera forma política, incipiente pero imborrable, en la Alianza Obrera asturiana: un acuerdo por “arriba” entre distintas fuerzas políticas y sindicales con profundo enraizamiento conjunto por “abajo”, lo que implicaba un desbordamiento indudable de la estrategia socialdemócrata que origina del levantamiento de 1934.
Legitimidad, defensismo y desplazamiento
Como ya se ha señalado en el artículo anterior, fueron el PSOE y la UGT quienes proclamaron la huelga general revolucionaria el 5 de octubre. Esta convocatoria no puede entenderse en profundidad sin analizar los virajes en la política socialista. Durante el bienio reformista, a través del control del Ministerio de Trabajo, el PSOE promovió toda una serie de organismos legales de negociación y coordinación entre patronos y asalariados que realmente daban continuidad a la política corporativista de la dictadura, esa que contó con la infausta colaboración del propio PSOE. Aquellas medidas se enmarcaban en una estrategia “revolucionaria” que concebía la posibilidad de transitar desde los marcos institucionales republicanos, y mediante el “robusteciendo la organización obrera”, hasta el pórtico de la socialización de la economía. Esta estrategia de control sindical progresivo de las relaciones laborales se complementaba políticamente con la alianza con el republicanismo, que para el socialismo favorecía el encuadramiento completo de las capas medias y particularmente el apoyo de, al menos, una parte de los cuarteles. La acción insurreccional o militar solo se concebía desde esta lógica como momento coyuntural de ruptura en un tránsito gradual hacia el socialismo que, para su activación, requería de un marco de legitimidad.
Esa legitimidad, por supuesto, podía brotar única y exclusivamente de la legalidad democrático-burguesa, es decir, cualquier mecanismo de fuerza encontraba fundamento moral solo en reacción a un complot restaurador de los sectores monopólicos y terratenientes opuestos al avance geométrico e inexorable de las fuerzas del socialismo y de la democracia republicana. La legitimidad existiría en tanto que esos mecanismos de fuerza servirían para defender la legalidad amenazada. Esta estrategia clásica del reformismo, al naturalizar las formas políticas burguesas, justifica la “revolución” no a través de la constatación científica del papel histórico-objetivo del proletariado, sino del “daño democrático” que produce el desplazamiento del bloque de poder de la aristocracia obrera y la pequeña burguesía.
Sus consecuencias históricas han sido terribles: cuando las contradicciones inmanentes del capitalismo se agudizan tanto que transparentan, cuando la situación clama el aquí y ahora de la revolución, la clase obrera, aun poseyendo la voluntad, no posee la preparación, y se enfrenta desarmada, con sus fuerzas atrofiadas, a una clase dominante que nunca cesa de preparar el conflicto directo.
Algo así ocurrió en España. Desde 1933 venía produciéndose un proceso de agudización de la lucha de clases. El malestar por la moderación de las medidas durante el bienio reformista, los casos de represión del gobierno republicano, el crecimiento de la reacción y el fascismo, y la maduración política y organizativa de la clase obrera a través de la experiencia práctica, ocasionaron un proceso de radicalización de las bases y el entorno socialista que tendrá también su expresión cupular, personificada en el caballerismo. Estos elementos provocarán además un creciente temor en sectores de la burguesía, expresado a través del gobierno de concentración republicana. Con su apartamiento del poder se consumaba para el socialismo la “traición” republicana, rompiéndose con ello el pacto social fundador de la II República y evidenciándose el agotamiento de la estrategia reformista.
El PSOE llega así a las elecciones de noviembre de 1933, a las que deciden concurrir en solitario. Tras la victoria de “las derechas”, y frente a unas bases que exigen crecientemente plantear la cuestión del poder, se coloca la entrada de la CEDA al gobierno como arista legitimadora definitiva: esta entrada confirmaría el movimiento restaurador a través de la solución fascista, demandaría el momento ruptura. Esta racionalidad defensiva de la revolución otorgaba al gobierno de Lerroux toda la iniciativa y, en consecuencia, la capacidad de preparación. La insurrección, anunciada en mítines y periódicos, se reducía a aguardar el momento preciso, sin haber en esa cautela nada de espera estratégica y meticulosa instrucción de la clase para la toma del poder, solo amenaza, solo declaración, solo juego ministerial, coherente con la actitud histórica profundamente respetuosa y dócil del socialismo español con la autoridad burguesa.
En el caballerismo, la colisión entre la voluntad expresada y la voluntad real, que en la socialdemocracia tiene siempre un componente escindido y contradictorio expresión de las tensiones entre representantes y representados, alcanzaba niveles especialmente delirantes. De las solapas de la voluntad real agarraba Lerroux, en quien se confiaba el “buen sentido” de no permitir el movimiento restaurador, y de los faldones de la voluntad expresada tiraba una clase obrera crecientemente combativa. Lerroux soltó las solapas, la CEDA entró al gobierno, la cúpula socialista calló de un tirón al suelo embarrado y aceitoso de la lucha proletaria, no quedaba más remedio que cumplir la palabra dada.
La insurrección, en forma de huelga política revolucionaria, quedaba así completamente desvinculada del desarrollo y la dinámica propia de la lucha de clases. Su potencialidad, su prolongación, quedaba limitada a los cálculos de la agenda institucional socialista, la cuestión del poder quedaba subordinada a la posibilidad de recuperar las condiciones gradualistas, legales, de desarrollo “revolucionario”. Esta constricción de la lucha revolucionaria se evidenció ya en los meses previos a la convocatoria de la huelga general. Las huelgas de la metalurgia y la construcción en Madrid, los conflictos de marzo a mayo en Zaragoza, las huelgas del campo en junio y su brutal represión, el asesinato fascista de la joven socialista Juanita Rico y del joven comunista Joaquín Grado que empujaron la acción unitaria de las juventudes socialistas y comunistas… todo ello constituía un marco de agitación y conflicto, azuzado por el crecimiento del escuadrismo fascista, ante el que la cúpula socialista actuó siempre pidiendo circunspección a las masas.
Alianzas Obreras y Soviets
Esta dinámica del socialismo fue acertadamente criticada por el PCE, y una de las razones por las que los comunistas no entraron a formar parte de las Alianzas Obreras hasta septiembre de 1934. El proyecto inicial de las Alianzas Obreras nace en Cataluña a iniciativa del Bloque Obrero y Campesino, aunque realmente su desarrollo y extensión al resto del país se produce por obra del PSOE, que las mantuvo al margen del movimiento huelguístico que se desarrollaba en toda España. Las alianzas, anquilosadas en la lógica defensiva descrita, quedaban convertidas en poco más que cascarones vacíos, meras apoyaduras de la prometida, pero poco deseada, acción insurreccional del socialismo.
Entre las críticas situadas por los comunistas hay dos que tienen una especial relevancia para la obtención de aprendizajes políticos para nuestro presente: la primera, la ausencia de representación en las Alianzas de los campesinos; la segunda, la limitada hondura de estas Alianzas, su restricción a coordinación por “arriba” de cuadros políticos y sindicales, la ausencia de una participación activa de las masas que solo podría lograrse mediante su anclaje operativo a los lugares de trabajo. La insistencia durante un cierto tiempo de los comunistas en oponer a las Alianzas la consigna de los Soviets encuentra en estos elementos su sentido político.
En esta revista hay ya un artículo que analiza en profundidad la relevancia histórica de los soviets, por lo que aquí se darán simplemente algunas informaciones que ayuden a comprender está relevancia. El primer soviet de la historia nació en Ivánovo-Voznesenk, centro textil situado en la Rusia europea, inicialmente como órgano especial de dirección de la huelga convocada unos días antes. La particularidad de este órgano residía en que unificaba las acciones huelguísticas de todas las fábricas, estrechando así las filas de la clase obrera por encima de toda diferencia de empresa, profesión, sexo, nacionalidad o afiliación: unidad desde el reconocimiento de la posición objetiva en el proceso productivo. Y esta unidad encontraba legitimidad en el sufragio directo, la rendición de cuentas y la revocabilidad; la representatividad no se extraña así de su base social, sino que estaba íntimamente fijada y constreñida a sus mandatos, lo que exige de contraparte: participación constante, activa y organizada de toda la masa obrera. Frente a la dualidad burguesa entre representados y representantes (reflejada en los modelos socialistas mediante la dualidad Partido-Sindicato), el modelo del Soviet garantizaba la soberanía actuante de los productores, hacia realidad aquello de que la revolución debe ser obra de los obreros mismos, pues solo su conciencia práctica permite la socialización y la disolución de lo político, desaparición de las clases mediante, en la administración de las cosas. Quiso la historia, que a veces parece dotada de una mordaz inteligencia propia, subrayar la importancia del surgimiento del soviet haciendo que durase exactamente 72 días, los mismos que habían combatido en las barricadas los comuneros de París.
Este modelo fue al poco replicado en Petersburgo y en otras tantas ciudades, convirtiéndose en forma genuina de estructuración y ejercicio del poder obrero revolucionario ruso. Los mencheviques trataron de limitar sus funciones a la mera coordinación huelguística, al igual que en 1917, ante el resurgimiento de los soviets, trataron de ceder su poder a la burguesía. No así los bolcheviques, o no la totalidad de los bolcheviques. Lenin supo ver en los soviets la realización orgánica de los aprendizajes históricos obtenidos en la primera experiencia de poder obrero, la ya mencionada Comuna de París. La unificación de la falsa división de poderes, el armamento del proletariado, el carácter participativo y revocable de la actuación democrática y la circunscripción electoral según criterio productivo. Es decir, los elementos que en potencia (faltaba la dirección clara del partido de vanguardia) otorgaban a la propia constitución fisonómica de los soviets la posibilidad del ejercicio simultáneo de la democracia y la dictadura proletaria, la celebración y la sentencia.
Pero también supo ver el papel que jugaban los soviets en la hegemonización de sectores intermedios cuya posición particular permitía constituir una alianza social con el sujeto eminentemente revolucionario. La cuestión de las alianzas no es algo reducido única y exclusivamente a la fase de la revolución, así es como razona el dogmatismo; más bien, la fase de la revolución, o lo que es lo mismo, el desarrollo de las fuerzas productivas y la correlación de fuerzas, establece un determinado margen de posibilidad y pertinencia, más amplio o más estrecho, para la realización de alianzas. La organización consciente del proletariado establece la condición base para la atracción de otras capas, aquellas cuyas propias determinaciones empujan hacia el conflicto con el gran capital. La fuerza organizada, numérica y doctrinal del proletariado consciente se convierte en polo de atracción de capas intermedias particularmente empobrecidas, en las que la mezcla del pauperismo y su carácter vacilante entre las dos grandes clases modernas viabiliza la subordinación o la neutralidad benévola hacia la revolución, favoreciendo así el campo de disputa ante la inevitable guerra civil.
Volviendo al caso español, la unidad con el proletariado agrícola, con el campesinado pobre y con parte de los soldados, “campesinos con uniforme” como diría Lenin, tenía una importancia cardinal en el proceso revolucionario que acertadamente señalaba el PCE al buscarle el agregado de “campesinas” a las Alianzas. Es cierto que esta apreciación, en el caso particular del PCE, contenía también cierta sobrestimación de los vestigios feudales o semifeudales en España, caracterización errónea que por momentos se combinó con una política excesivamente rígida, tendente al aislacionismo. A pesar de ello, y, sobre todo, a pesar de la dureza de la clandestinidad y persecución que sufrió el PCE durante buena parte de su primera década de existencia; las fuerzas del Partido habían crecido y se habían obtenido fecundos aprendizajes de los primeros años. La entrada de los comunistas en las Alianzas les imprimió un carácter más combativo y dinámico, las empujó a participar activamente en las luchas cotidianas de las masas, favoreció una mejor coordinación nacional de las fuerzas obreras, etc. En definitiva, hizo que se acercaran un poco más a ser embriones de los soviets.
La correcta ponderación del proceso de radicalización de las bases y el entorno socialista, y de la presión que ejercían ante sus cúpulas por una nueva dirección de sus alianzas, permitió también esta mayor apertura y flexibilidad táctica inserta en las lógicas de hegemonización y en la concepción estratégica del frente único (por la base). A este respecto conviene también situar alguna reflexión relevante sobre la política de alianzas en el proceso revolucionario. El eje fundamental para los comunistas de realización de estas alianzas se sitúa a nivel social pues es ahí dónde con mayor facilidad, al expresarse las ideas de manera difusa y desestructurada, pueden explotarse los elementos que producen acercamiento y neutralizarse los que producen separación. La alianza política implica la coordinación de programas, es decir, de ideas e intereses de clases o capas estructurados y sistematizados. En este nivel la coordinación generalmente implica concesión, y la concesión imposibilidad de transitar hasta el comunismo al asumir la legitimidad de los programas genuinos de clases que antes o después entrarán en contradicción y colisión con el de la clase obrera.
Sin embargo, la experiencia revolucionaria enseña también a no establecer una separación metafísica entre la dimensión política y la económico-social. Esto es: renunciar a la posibilidad de alianzas políticas coyunturales que pueden ser pertinentes en la medida en que empujen hacia delante el proceso de influencia ideológica y preparación de la revolución, estableciendo marcos y condiciones más favorables para su despliegue. Y es que en ocasiones el propio proceso de conquista social, incluido del proletariado, requiere, para ganarse la confianza de las masas aún bajo influencia de otras fuerzas políticas, de dinámicas de compromiso y crítica, aunque dichos acuerdos tengan necesariamente una prolongación limitada, sujeta a la dialéctica de la revolución y siempre y cuando no pongan en jaque la independencia política del proletariado.
La conveniencia o no de estas posibles formas de coordinación coyuntural, subordinadas siempre a la estrategia general, tiene un marcado carácter concreto y táctico. Determinar a qué nivel es conveniente realizarlas, con qué acuerdos y bajo qué perspectiva de desarrollo no es algo que pueda generalizarse a cualquier situación. El problema surge cuando el plano corto sustituye al largo, cuando se desagrega la política de alianzas de la perspectiva de la toma del poder, o cuando para su ejecución se altera la caracterización de clase de las fuerzas aliadas. Algo que ocurrió en gran medida con la aplicación de la estrategia frentepopulista, lo que condicionó todo el desarrollo posterior de la experiencia de Octubre de 1934 (sin que ello invalide – cómo han tratado de hacer retorcidamente algunos historiadores y autodenominados “comunistas” – las válidas críticas y propuestas de los comunistas durante aquellos meses decisivos en la historia de la Revolución española).
Lecciones de Octubre
Cuando sonaron las trompetas de la insurrección contra el fascismo y el capital, los comunistas no dudaron ni un ápice: el crimen de la inacción cuando nuestra clase se lanza al combate directo es el mayor crimen que puede cometer un revolucionario. Esa es probablemente la primera y más importante lección de Ochobre.
Que la insurrección no se extendiera por todo el país y que se desactivara con rapidez en la mayoría de territorios menos Asturias y otras zonas del norte, tiene que ver, en primer lugar, con que allí la Alianza sí alcanzó un grado notable de enraizamiento por abajo, de participación activa de las masas. A diferencia de otros sitios, la política de espera del defensismo socialista no consiguió aplacar a un proletariado minero que venía intensificando desde hacía meses su conflicto con los patronos. La combatividad y el alto nivel de unidad y organización desde la base, con los lugares de trabajo como núcleos de combatividad, explican la amplia participación y referencialidad obrera, a nivel político y sindical (decisiva fue la participación del anarcosindicalismo en Asturias), en la Alianza, y con ello gran parte de su amplitud revolucionaria.
Esta amplitud se encuentra no solo en la voluntad de toma del poder, sino en la alta preparación demostrada para ello: creación de órganos de poder, constitución del Ejército Rojo, toma y organización inmediata de la producción para atender las necesidades del frente y la retaguardia, creación de departamentos de Guerra, Sanidad, Abastos, etc. La particular unidad entre masas industriales y del campo permitió además una enorme agilidad y capacidad operativa. Almas de obreros, cabezas de ministros de la revolución. La velocidad, creatividad y decisión demostrada por los obreros en Asturias es buena prueba de lo que el proletariado es capaz de hacer cuando posee la capacitación que se obtiene a través de la escuela de guerra y comunismo del combate clasista.
Esto se vincula directamente con la idea de desprender la necesidad y posibilidad de la revolución, en términos de fundamentación y preparación multifacética (teórica, organizativa, política y militar), de las diversas luchas que desarrolla la clase. Tanto el oportunismo de derechas, en la medida que estos combates coincidan o no con sus agendas institucionales, como el oportunismo de izquierdas, tienen a comprender la revolución aislada del proceso acumulativo que la convierte en factible a través de la mediación y dirección del partido comunista. Esto presupone una concepción ofensiva de la revolución, en la que el conflicto directo por la toma del poder es preparado metódicamente y de acuerdo a un plan. En el caso de Octubre, además, esta concepción ofensiva no se moderó ni aplazó ante el surgimiento del fascismo.
En nuestros tiempos, en los que de nuevo asoma la negra sombra del fascismo, este es un elemento esencial: la importancia de vincular íntimamente la lucha contra el fascismo y la reacción a aquello que posibilita y alimenta su surgimiento ante determinadas coyunturas históricas, el capital. La lucha contra el fascismo y la reacción no puede aislarse de las luchas diarias de las masas, cada día, cada hora, debe tratar de romperse el frente reaccionario: impidiendo su propagación social, combatiendo cada expresión organizada y vinculando esta acción a la preparación general de la revolución que hará imposible e impensable su resurgimiento.
Octubre no consiguió vencer, las siglas UHP no figuraron en lo alto de arcos de triunfo, los lugares del norte de España en los que se llegó a tomar el poder y a conservarlo con un heroísmo sin parangón, no podían resistir aislados. Faltaba un plan revolucionario, faltaba centralización y unidad de las fuerzas obreras, faltaba unidad con las masas del campo e influencia entre las tropas, faltaban estructuras de combate y poder, faltaba preparación armada, faltaba experiencia, faltaba inteligencia, y todo ello fundamentalmente porque faltaba la dirección única, firme y audaz del Partido Comunista. Allí donde se tuvo, donde los comunistas supieron ponerse al frente u ocupar los lugares que los dirigentes pusilánimes del reformismo dejaban vacantes, la huelga política revolucionaria alcanzó cotas hasta entonces nunca vistas en suelo español. Pero la influencia en todo el país era aún escasa, poco determinante para cambiar el rumbo de derrota que había impuesto la socialdemocracia. Esa lección de Octubre sigue siendo de ardiente validez en nuestro presente: para que la celebración de la unidad consciente de nuestra clase sea a la vez la sentencia de la clase enemiga, el punto primero del orden del día es la construcción de nuestro partido propio, del Partido Comunista.