Cómo hacer que el comunismo sea, de nuevo, una propuesta reconocida por nuestra clase es uno de los debates más relevantes en nuestros días. «¡A las masas!» fue la consigna proclamada por el III Congreso de la Komintern en 1921, un momento en que la breve crisis de 1920 y 1921 auguraba el estallido de lo que sería la Gran Depresión de 1929. En aquel momento, las fuerzas de la burguesía emprendían un ataque frontal contra el movimiento en alza de la clase obrera, apoyados por una socialdemocracia servil a los intereses de los capitalistas. Tras el triunfo bolchevique en 1917, mientras en rusia se construía el futuro socialista-comunista, la oleada insurreccional en Europa era aplacada. De la victoria y de la derrota se extrajeron, en positividad y en negatividad, valiosas conclusiones: la tarea de los comunistas tenía que ser consolidar su hegemonía en la cotidianidad de la clase, disputando cara a cara el poder al al enemigo de clase dotando a la clase obrera de un programa político propio e independiente. El paradigma leninista en la relación vanguardia-masas se desarrolló en aquel contexto y, como entonces, hoy se cuestiona en muchos puntos así como parece olvidado en otros tantos.
La clase obrera internacional nos encontramos hoy en una situación histórica tan similar como diferente de la que vivieron quienes nos precedieron en el anterior ciclo revolucionario. Tal como se fundamenta en otro de los artículos de esta publicación, compartimos las mismas tareas —en tanto compartimos los mismos objetivos históricos— con quienes hace más de cien años pusieron en jaque al poder burgués y edificaron las primeras experiencias socialistas–comunistas. Precisamente el cierre del ciclo revolucionario del siglo XX, con el triunfo temporal de la contrarrevolución, nos obliga a los comunistas hoy, en pleno proceso de recomposición y reorganización de nuestras fuerzas, a recuperar las enseñanzas teóricas y prácticas resultado de los debates que nuestros predecesores ya tuvieran que abordar. Debates y experiencias que surgieron al calor de la lucha de clases y cuyo contenido revolucionario tenemos el deber de aprehender para seguir tejiendo el hilo rojo de nuestra clase, a partir de la síntesis histórica de todos los periodos de lucha del movimiento obrero revolucionario. Ello sobre una base histórica actualizada, la nuestra, que tiene sus propias posibilidades y sus propios límites, por mucho que se preserven los rasgos esenciales del modo de producción capitalista y la lucha de clases.
Y es que, aunque las relaciones de producción capitalistas no hayan variado en su esencia, y con ello, el análisis de las condiciones y necesidades objetivas tampoco, las formas de vida de la clase sí han mutado. Se han transformado al igual que sus formas de socialización, la educación que reciben, los recursos tecnológicos y comunicativos a su disposición o la multiplicidad y complejización de las formas de difusión y reproducción de los discursos de la clase dominante (entendiendo que su articulación se funda en y refuerza la correlación de fuerzas histórica, tal como se exploraba en otro artículo de este número). Este caldo de cultivo, de cambios y nuevos retos para la difusión del programa político del comunismo entre las masas, hace resurgir los viejos discursos y debates con los que pugnaran en su día las anteriores generaciones de revolucionarios; en muchas ocasiones bajo la pompa de la retórica y el romanticismo revolucionario, desde la falsa radicalidad de abandonar viejos caminos solo por ser viejos (sin importar acaso si son caducos) y la estética de la reinvención tan oportuna como oportunista, pero que tampoco es un fenómeno enteramente nuevo.
Toda forma comunicativa, todo discurso –se disfrace de lo que se disfrace–, tiene un contenido clasista, que puede o no remar en favor de la revolución. Por ello, la comprensión y puesta en valor de la agitprop como concepto que condensa la política comunicativa del comunismo, que supedita la forma, flexible y variable, a la práctica de la política, se torna necesaria. Un simple pero preciso término para cuya fundamentación recurriremos a las aportaciones de Lenin al respecto –que adopta de Pléjanov– y que desbroza en el famoso ¿Qué hacer? Pero, ¿qué significa poner en valor la agitprop? Y en el momento político presente, ¿cómo debemos hacer entender a las masas la vigencia del comunismo científico y dirigirnos hacia ellas?
Respondiendo a la primera pregunta, poner en valor la agitprop significa contextualizarla, aplicar su contenido a la realidad de la lucha de clases. Los comunistas tenemos la obligación de mantener nuestra cosmovisión científica al día. Así, allí donde se generen nuevos escenarios, habremos de incorporar estas novedades a nuestra cosmovisión y adaptar nuestra estrategia y táctica. En resumen, lo caduco se manda al basurero de la historia sin pudor alguno; pero viejo no es per sé caduco, ni el cambio de una “realidad en abstracto” justifica cualquier cambio en nuestro análisis de ésta. Bajo preguntas bien formuladas y dudas muchas veces legítimas, se barre alegremente con todo lo que se ponga por delante. Muchas veces por ceguera, aunque honesta; pero otras tantas con oportunismo descarado y enemistad de clase velada hacia la política leninista. El contexto del cambio y la recomposición es, parafraseando a Gramsci, «un claroscuro donde surgen los monstruos»; y la tentativa de revisión generalizada llega a todos los rincones del comunismo científico.
Así, hay quienes desde el academicismo (y con cierta soberbia) frecuentan hacer del marxismo un relato críptico, que, bajo la máscara de un discurso supuestamente complejo, disfraza lo que no es más que la revisión de debates solventados hace más de un siglo y cuyas conclusiones siguen siendo válidas, cayendo, tras tanto circunloquio, bien en el reformismo «de toda la vida», bien en el izquierdismo más terco. Por otro lado, desde el discurso obrerista y la táctica de una supuesta «política comunicativa contemporánea», otros tratan de disfrazar su reformismo, pero también de camuflar derivas terriblemente reaccionarias.
El gran problema es que la primera opción desprecia a la propia clase, comprendiendo su socialización con el mundo y su visión como atrasada; despreciando su experiencia práctica en el desarrollo de la lucha de clases y comprendiendo de forma antidialéctica la relación entre conciencia y espontaneidad. Trata de relegar al marxismo a la inoperancia efectiva, apartando a la clase obrera del debate político por el ya más que manifiesto error de limitarse al “debate entre comunistas”. Es decir, deja de apostar por convertirse en un destacamento ideológico avanzado que disponga el discurso comunista «ante el auditorio de las masas», encaminado a romper con el discurso burgués, confundiendo así el papel de vanguardia con el dirigismo «blanquista».
Pero no está exenta de error la segunda opción, puesto que también infantiliza a la clase, creyendo que la misma no es capaz de comprender las «complejidades» de la cosmovisión marxista, empujándola hacia un discurso simplón y conservador que ya nada recuerda al comunismo, pero mucho recuerda a la reacción pura. Lo que orilla irremediablemente en un culto a la espontaneidad, dejando introducir acríticamente elementos de debate y concepciones externas a la cosmovisión marxista. Mediante la asimilación de la nostalgia socialdemócrata y reaccionaria, olvida que la cosmovisión del marxismo no resulta de amalgamar sistemas de pensamiento parciales y de procedencias dispares, ni precisa tomar nada prestado como si sus herramientas no pudieran dar respuesta íntegra a los fenómenos de la realidad.
Ambas, sin embargo, son solidarias en una comprensión fetichizada y exterior de la clase obrera, en la incomprensión por tanto de la relación vanguardia-masas. Poner en valor la agitprop es, precisamente, entender la política comunicativa como una herramienta supeditada al trabajo con la clase, entre la clase, entendiendo que el contenido de toda forma de agitación y propaganda es el de la práctica política comunista, la del Partido como corporeización del comunismo científico y su concreción en la figura del tribuno popular. Y esto nos lleva a la segunda pregunta: cómo nos dirigirnos a las masas.
La respuesta es tan simple como compleja. Sin haber fórmulas mágicas, se trata de traducir la propuesta política revolucionaria al lenguaje histórico de la clase, a su estado de ánimo, a su voluntad de combate revolucionario, a su acumulado de experiencia colectiva. En definitiva, a la lectura concreta de la situación histórica y a la táctica-plan comunista. La operatividad de la agitprop reside en la capacidad de adecuar a multiplicidad de formas la voluntad del partido de vanguardia de 1) educar políticamente a las masas y 2) aumentar la influencia del proyecto revolucionario en el seno de las mismas, ambas altamente interrelacionadas; pero ésta es una capacidad concreta, que requiere, más que habilidad retórica, entender las determinaciones de cada situación y partir de las mismas para actuar e intervenir sobre ella.
El papel de educador es precisamente el «tribuno popular» definido por Lenin, concepto que explica de forma clara y concisa la tarea de los militantes comunistas como agitadores y propagandistas. El militante, a través de su accionar político entre las masas, ha de ser capaz de desvelar las contradicciones y violencias del capitalismo, vinculadas al modo de producción, y demostrar la posibilidad de su superación en otro mejor. El arte de identificar lo esencial en lo accidental es el axioma principal que debe gobernar la política comunicativa de los comunistas. Hacer de cada fenómeno aparentemente accidental y desligado, de cada contradicción en el desarrollo de la lucha de clases, una denuncia omnímoda; mostrar su origen e interrelación presentando un mapa general que demuestre y descubra al sistema capitalista como un sistema caduco e inoperante para la clase obrera y el mismo desarrollo humano.
Aunque la política discursiva del Partido de vanguardia debe ser construida desde la independencia político-ideológica, se edifica atendiendo al desarrollo político-ideológico de la clase. Se trata de un discurso elaborado por y para la clase obrera: para la clase, puesto que su intencionalidad es la de hacer comprender la vigencia del marxismo-leninismo y sumar a cada vez más obreros a la causa del proletariado revolucionario; y por la clase, porque el Partido se compone de los obreros y obreras más conscientes, que con su accionar político orientan revolucionariamente su movimiento. Esto quiere decir que la agitprop sólo alcanza su meta como componente de una praxis política organizada, dirigida colectivamente y centralizada. Es decir, si la agitación y la propaganda quieren cumplir con su tarea, no pueden abstraerse ni de la realidad social que aspiran a transformar, ni del estado de las masas llamadas a transformarla.
Cuando los comunistas de la Komintern hacían suya la consigna «¡A las masas!», lo hacían precisamente porque comprendían que el marxismo no podía quedar relegado a los limitados círculos intelectuales, llenos de retórica pero vacíos de potencialidad transformadora. Entendían que el comunismo debía abrirse hacia las amplias masas de trabajadores, construirse y seguir desarrollándose en la lucha de clases, codo a codo con el proletariado. Es precisamente por esto que aquella consigna resulta aún de rabiosa actualidad, pues la tribuna desde la que hablamos los comunistas no es una atalaya infranqueable, sino una tribuna colectiva. Una tribuna que debe ser lugar de transmisión de las experiencias adquiridas en el proceso de intervención con la clase, insertas y sintetizadas en un plan general para la toma del poder. En definitiva, una tribuna a la que todo comunista que se precie a llamarse como tal debe atreverse a subir, pero ante todo, debe aupar a sus compañeros a utilizarla.